El objetivo de las políticas industriales es modificar los resultados del mercado de forma que se ajusten mejor a objetivos económicos y sociales más amplios. Los puristas del libre mercado pueden erizarse, pero en el mundo real son muchas las intervenciones estatales relativamente poco discutibles –e incluso ampliamente respaldadas– que influyen en los resultados del mercado. Por ejemplo, la inversión del sector público en infraestructuras, educación y la base científica y tecnológica de la economía son consideradas un complemento esencial de la inversión privada, ya que mitigan los riesgos, aumentan los beneficios y refuerzan los resultados económicos de la economía en general. Aunque los argumentos a favor de confiar en el mercado no deben descartarse de plano, debe tomarse con cierto escepticismo, sobre todo porque a menudo se basan en un compromiso casi religioso con una competencia sin restricciones. De hecho, la política industrial puede ser esencial para la supervivencia económica a largo plazo de un país, como sucede con la defensa, especialmente en tiempos de guerra.
La verdadera cuestión no es si realmente conviene aplicar políticas industriales, sino cómo hacerlo bien. La capacidad del Estado es decisiva: para actuar eficazmente como inversor y principal comprador de productos y servicios, el Estado necesita personas con talento y experiencia –remuneradas en consonancia– e instituciones bien diseñadas. Además, los objetivos deben ser precisos, acotados y claros, y deben erigirse barreras de protección contra la captura del sector privado. La política industrial no es bienestar empresarial. En un momento de crecientes tensiones geopolíticas y de fragmentación de la cadena de suministros, la política industrial es prácticamente inevitable. Deberíamos aprender de las experiencias pasadas, identificar los riesgos que plantea cada enfoque, contratar a los mejores talentos y establecer normas sensatas para evaluar los resultados, en lugar de enfrascarnos en debates superficiales y cargados de ideología que no toman en consideración el abanico de posibles intervenciones.
Michael Spence, premio Nobel de economía y profesor emérito de la Universidad de Stanford (Estados Unidos). Extraído de Project Syndicate
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