Como consecuencia de la guerra en Ucrania, la seguridad energética ha vuelto a ocupar un primer plano, uniéndose al cambio climático como una de las principales preocupaciones de los gobernantes. Los países mirarán cada vez más hacia dentro, dando prioridad a la producción de energía nacional y a la cooperación regional, incluso cuando intenten hacer la transición hacia las emisiones netas de carbono cero. Pero además del nacionalismo económico y la desglobalización, el nuevo orden energético se caracterizará por algo que pocos analistas han apreciado del todo: la intervención de los gobiernos en el sector energético en una escala nunca vista en la memoria reciente. Después de cuatro décadas en las que, por lo general, han intentado reducir su participación en los mercados energéticos, los gobiernos occidentales reconocen ahora la necesidad de desempeñar un papel más protagónico en todos los ámbitos, desde la construcción (y la retirada) de infraestructuras de combustibles fósiles hasta la determinación de los mercados de compra y venta de energía por parte de las empresas privadas, pasando por la limitación de las emisiones mediante la fijación de precios del carbono, las subvenciones, los mandatos y las normas.
El sistema energético mundial estaba bajo tensión incluso antes de que el presidente ruso Vladimir Putin decidiera invadir Ucrania. Europa y otras partes del mundo se enfrentaban a problemas de generación de energía a medida que una parte cada vez mayor de su electricidad procedía de fuentes fluctuantes como la solar y la eólica. Al mismo tiempo, los años de escasa rentabilidad y el aumento de las presiones climáticas habían reducido la inversión en petróleo y gas, lo que dio lugar a un abastecimiento limitado. Los problemas de la cadena de suministro relacionados con COVID-19 agravaron la escasez y aumentaron la presión sobre los precios. La adopción de políticas creativas puede contribuir a satisfacer las necesidades energéticas del presente, sin socavar la transición energética del futuro. Los gobiernos podrían, por ejemplo, declarar determinados tipos de instalaciones de petróleo y gas como “activos de transición” y adoptar un papel más activo para ayudar a las empresas privadas a construirlos. Activos como regasificadoras y oleoductos, necesarios en la actualidad, corren el riesgo de quedar abandonados si se alcanza el objetivo de emisiones netas cero en 2050. Alternativamente, se les podría exigir estar “preparados para la transición”, es decir, construidos para la tecnología de captura de carbono o para combustibles bajos en carbono, como el hidrógeno y el amoníaco, asumiendo los gobiernos algunos de los costos adicionales.
Jason Bordoff y Meghan L. O´Sullivan, en Foreign Affairs (julio/agosto)
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