Empezó a militar en política de adolescente, empujado por la creencia de que el socialismo ayudaría a resolver la desigualdad que padecía Chile, su país de origen. “Vivíamos en una burbuja de activistas un poco ingenuos”, confiesa, pero con el tiempo llegó la desilusión. Más tarde, en su autoexilio, terminó estudiando con los Chicago Boys, y admite que fueron años de grandes contradicciones, hasta que terminó “seducido” por ese ambiente. Hoy, con una vasta trayectoria como académico, consultor y escritor, es el economista chileno más prestigioso a nivel mundial.
Proviene de una reconocida familia chilena que se destaca por haber incursionado en la industria de los periódicos y los medios de comunicación, pero se volcó a la economía. ¿Qué lo hizo definirse por esa profesión?
La familia Edwards es antigua en Chile, pero es diversa. Todos provenimos del mismo tronco, de un inmigrante sajón que llegó a Chile a principios del siglo 19, aunque hay diferentes ramas. La mía es una con proclividades intelectuales. Entre mis parientes están el escritor Juan Emar y los novelistas José Donoso y Jorge Edwards.
Mi inclinación, desde muy temprana edad, fue por la academia, por el mundo de las ideas y de las elucubraciones teóricas. Cuando entré a la universidad, el tema de cómo América Latina podía entrar en la senda del desarrollo era muy central, y eso hizo que inclinarse por la economía fuera algo casi natural.
En la adolescencia empezó a militar en el Partido Socialista. ¿Qué buscaba a esa corta edad en el activismo político?
Chile era –y sigue siendo- un país muy desigual. Pero no solo eso, también era un país estancado, con alta inflación, con una pobreza rampante y con abusos que se acumulaban uno encima del otro. Además, a pesar de ser una democracia formal, era un país autoritario y conservador.
Muchos de esa generación creímos que la manera más expedita de lidiar con esos problemas era moviéndose al socialismo. Nos movían grandes ilusiones, la revolución cubana, el mayo francés, las protestas en California.
Aún no sabíamos de las persecuciones a Guillermo Cabrera Infante, quien tuvo que escapar de La Habana perseguido por el partido, ni de las penurias de Heberto Padilla y del proceso en su contra, que terminaría con esa humillante autocrítica pública; tampoco sabíamos de Reinaldo Arenas y las cacerías a los homosexuales. Vivíamos en una burbuja de activistas un poco ingenuos.
¿Cómo tomaba su familia esa decisión?
Muy mal. Mi madre me expulsó de casa. Fue una noche con toque de queda y tuve que irme pegado a los muros a casa de un amigo. Caminé como una sombra en una ciudad enorme, vacía y silenciosa. El silencio solo era interrumpido por el paso de las patrullas militares: unos jeeps de la Segunda Guerra, conducidos por unos oficiales sádicos y repletos de conscriptos lampiños.
Un dato llamativo de su vida es que con solo 19 años trabajó en la Dirección de Industria y Comercio de Chile, donde tenía la potestad de fijar los precios. ¿Cómo llegó a ese lugar?
En el gobierno socialista del Dr. Salvador Allende había escasez de técnicos. Sus partidarios eran, en su mayoría, obreros y campesinos. La falta de profesionales se hizo más aguda con el paso del tiempo.
Cuando la probabilidad de golpe de Estado aumentó en 1972, muchos de los profesionales se volcaron a labores políticas y de defensa de la Unidad Popular y la democracia. Varios fueron reemplazados en las labores de gobierno por estudiantes de la facultad. Así llegué a un puesto de influencia en la Dirección de Costos y Precios, en el centro neurálgico del manejo económico socialista.
¿Qué recuerdos tiene de sus vivencias como estudiante, marcadas por el cierre de la Universidad de Chile tras el golpe de Estado?
La palabra que me viene de inmediato a la cabeza es miedo. Un temor profundo, que nos corroía, un miedo paralizante. Rápidamente supimos que la represión era profunda y la violencia militar no tenía límites. Nuestros compañeros desaparecían en cárceles clandestinas y eran torturados. Yo había hecho el servicio militar y sabía que la mentalidad de muchos de los oficiales podía ser de una crueldad absoluta.
¿Cómo siguió su camino académico luego de ese hecho?
La Universidad Católica abrió un proceso que le permitía a estudiantes de otras casas de estudios ingresar a media carrera. Solo cuatro o cinco eran aceptados por esa vía. Ese proceso estaba pensado como una ayuda a los hijos de empresarios que habían dejado Chile cuando el Dr. Allende tomó el poder, y que ahora volvían al país. Yo postulé sin ninguna esperanza de que me aceptaran, pero lo hicieron. Así pasé de tener profesores marxistas a estudiar con los Chicago Boys.
En su libro de memorias titulado “Conversación Interrumpida” cuenta que terminó en la Universidad de Chicago, pero eso no estaba en sus planes ni hubiera sido una opción, si no fuera por las persecuciones de los defensores de la dictadura, que lo obligaron a irse de Chile. ¿Cómo sobrellevó internamente ese conflicto?
Fueron años de contradicciones profundas. Yo había caído en Chicago porque era el único lugar que me aceptó cuando tuve que dejar Chile en mi autoexilio. Al principio pensaba que estaría en Chicago uno o dos años y que luego partiría a una universidad “progresista” como Cambridge en el Reino Unido. Todos los días me decía a mí mismo: “recuerda que aquí eres un ave de paso”.
¿Cómo fue la experiencia de estudiar allí, considerando que no se identificaba con los Chicago Boys?
Fue una mezcla de fascinación y rechazo. La rigurosidad de los estudios era fascinante. Lo que más me impresionaba era la devoción de los profesores por la historia y la evidencia empírica, por los datos y los episodios concretos. Hay que mirar los datos y analizarlos hasta que hablen, hasta que cuenten una historia coherente, una historia útil para la formulación de políticas públicas.
Poco a poco ese ambiente me fue seduciendo. Mi seducción total se produjo cuando entendí que ser de Chicago no era lo mismo que ser “gorila”. Esa era la tendencia entre muchos estudiantes latinoamericanos, pero no entre el resto del cuerpo estudiantil. Mi grupo estaba conformado por europeos e israelíes y todos eran antigorilas, democráticos y abiertos.
Desde entonces se radicó en Estados Unidos y ha ejercido la docencia por décadas. ¿Qué valores intenta inculcarles a sus estudiantes?
Respetar la historia. Enfrentar los datos y las estadísticas sin prejuicios ni ideas preconcebidas; usar la teoría como guía, pero estar dispuesto a corregirla si no explica la realidad. Entender que el mundo es muy complejo y está lleno de restricciones, lo que significa que las soluciones de “libro de texto” no son adecuadas.
Finalmente, insto a mis estudiantes a que tengan una vida interesante. Eso significa no atrincherarse en la torre de marfil de la academia, participar en debates públicos, involucrarse en la comunidad, aventurarse en áreas que van más allá de la economía.
Ha sido autor de destacados libros sobre economía, y más tarde se animó a escribir novelas. ¿Qué lo inspira en esa faceta como escritor?
Un intelectual debe tratar de persuadir a sus interlocutores, y el proceso de persuasión es complejo. Para que sea exitoso hay que usar diversos instrumentos. Entre ellos, uno muy importante y que muchos economistas miran con miedo o desprecio es el de las “narrativas analíticas”. Estas no son más que historias bien contadas, relatos interesantes y plausibles, historias persuasivas. Todo buen economista debe ser un buen narrador. Los ejemplos abundan: Keynes, Milton Friedman, Rudi Dornbusch. Una vez que uno acepta eso, escribir una novela (o dos) ya no suena tan descabellado.
Entre las numerosas instituciones privadas, académicas y de gobierno en las que se ha desempeñado, fue también miembro del Consejo de Asesores Económicos del exgobernador de California, Arnold Schwarzenegger. ¿Qué aprendizajes le dejó?
El Consejo era dirigido por el exsecretario de Estado, George Shultz, quien falleció hace unos meses. Lo dirigía con amabilidad y mano de hierro. Cuando hablábamos, no podíamos exceder dos minutos; había que ir a la médula del problema y hablar con precisión y sin filigranas, usar un lenguaje claro, una situación muy al estilo Wittgenstein. Ahí aprendí que si no se podía hablar con claridad era preferible quedarse en silencio.
Ha estudiado los procesos de dolarización en América Latina. Chile es uno de los países más exitosos en el camino de desdolarizar. Las autoridades actuales del Banco Central del Uruguay han anunciado como uno de sus principales objetivos la desdolarización de la economía. ¿Qué lecciones se podrían extrapolar del caso chileno que puedan aplicarse a nuestro país?
Históricamente, la dolarización surge como una manera de defenderse de la inflación, de la caída del poder adquisitivo de la moneda local. La inflación elevada es muy traumática, y toma generaciones derrotar ese trauma. Los alemanes, por ejemplo, aún son víctimas del horror de la hiperinflación de los años 20.
El banco central debe aceptar que una verdadera desdolarización requiere, como primer paso, una inflación (muy) baja y estable. Dos comentarios adicionales: el surgimiento de las monedas digitales globales hará más difícil la desdolarización. Al contrario, se hará más fácil usar “dólares digitales” para todo tipo de transacciones.
Además, si bien es verdad que Chile desdolarizó, mantuvo una moneda contable que se ajusta automáticamente por inflación, la llamada UF. Esta es una moneda estable. Muchos contratos –alquiler, servicios, colegios privados- están escritos en esa “moneda fuerte”. El sistema UF cumple un rol similar –aunque no idéntico- a la dolarización; es una especie de “dolarización light”.
Fue coautor junto a Rudiger Dornbusch de un trabajo titulado “La macroeconomía del populismo en América Latina”, publicado en 1991. ¿Cuáles fueron las conclusiones principales de ese trabajo? ¿Siguen vigentes? ¿Cree que durante el boom de commodities se reeditó este fenómeno? ¿Qué podrían hacer los países para salir de esto que parece un círculo vicioso?
Sigue siendo un trabajo muy actual. Los líderes populistas se aprovechan de una situación de crisis para impulsar políticas que hacen sentir bien en el corto plazo, y que producen horribles penurias al poco tiempo. También culpan de la crisis a extranjeros o afuerinos –el FMI, la banca internacional, Estados Unidos, los inmigrantes de color- y usan un lenguaje bombástico: “nosotros, el pueblo” contra “los otros”. A su vez, desprecian a los partidos políticos tradicionales y recurren al asambleísmo. Me parece que acabo de describir a Trump y a Maduro, entre otros.
¿Cuáles son a su entender los principales desafíos para los países de América del Sur pospandemia?
El medioambiente, la desigualdad y la bajísima productividad que nos impide crecer con vigor. A veces pareciera que vamos para atrás.
Algunos economistas consideran que la recuperación será a dos velocidades y que tenderán a aumentar las desigualdades. ¿Qué opina al respecto? ¿Qué pueden hacer los países para encarar este problema?
Es muy posible que sea así, y eso es preocupante. Tendencias que avanzaban en forma gradual pero inexorable –como la robotización- se han acelerado, y van a cambiar los estilos de trabajo. Habrá grandes ganadores y perdedores que sufrirán en forma horrible.
El tema de la desigualdad es serio y verdadero y hay que enfrentarlo con realismo. Asimismo, se requerirán más impuestos. El desafío es que no frenen la inversión y la innovación. Hay que repensar el sistema educativo desde cero, cambiarlo todo, y eso es algo que me parece difícil de hacer. Sin esos cambios profundos, no habrá mejoras sociales. Y sin mejoras, la situación política será un polvorín.
En 2018 escribió el libro “American Default”, en el que habla de las políticas de Roosevelt durante la Gran Depresión. ¿Qué lecciones podemos extraer de este período para la situación actual?
El presidente Franklin Delano Roosevelt operó desde la empatía, desde la comprensión del “otro”. Además, nunca tuvo miedo de experimentar con nuevos enfoques. Intentaba algo y si no resultaba lo descartaba y se movía a un nuevo plan. Lo importante es que cuando descartaba una opción no demoraba en hacer el cambio; no se quedaba pegado. Así no se fueron acumulando malas ideas.
También era admirable su capacidad de comunicarse con ciudadanos y ciudadanas. Sus alocuciones radiales de los domingos –las “conversaciones al lado de la chimenea”- eran escuchadas por millones de personas. Sus conferencias de prensa eran frecuentes, relajadas, floridas, repletas de información y sentido del humor.
No puedo dejar de preguntarle por Chile. ¿Cómo ve el proceso electoral y su efecto sobre la economía? ¿Existen riesgos de que el país ingrese en un proceso como el que describió en su trabajo con Dornbusch?
La situación chilena es complicada, pero no terminal. La violencia ha sido un problema serio, como lo ha sido la indolencia del gobierno. Existe la ilusión de que la nueva Constitución resolverá todos los problemas. Pero no es más que eso: una ilusión. Chile necesita una gran conversación nacional, una catarsis colectiva. Quizás la Convención logre que eso suceda. Si lo hace, será un éxito. La verdad es que más de eso, no se le puede pedir.
Entre la economía y los libros
Edwards nació en Santiago de Chile hace 67 años, pero vive en Estados Unidos desde que era un estudiante universitario. Se formó en la Universidad de Chile, en la Universidad Católica y más tarde en la Universidad de Chicago, donde obtuvo el título de doctor en Economía.
A lo largo de su extensa trayectoria, fue economista jefe para América Latina y el Caribe del Banco Mundial y consultor de otros organismos multilaterales, entre ellos, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional.
Actualmente se desempeña como profesor Henry Ford II de Economía Internacional en la Universidad de California.
Además de haber desarrollado una reconocida carrera como académico y de haber escrito más de 20 libros sobre economía, también se destaca como novelista. En 2007 publicó su primera novela y en 2011 la segunda, que llegaron a ser dos éxitos editoriales en Chile.
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