El destacado doctor en Economía nacido en Estados Unidos brindó una entrevista a La Mañana en la que dialogó acerca de su postura con respecto a la política monetaria que lleva adelante su país de origen y las perspectivas que maneja para 2023. “Para el futuro inmediato, nos enfrentamos a una curva de rendimiento invertida que generalmente es una señal de problemas”, advirtió el experto. A su vez, respondió acerca de si considera que la política industrial vino para quedarse o es solo un movimiento oportunista de los países occidentales desarrollados para alcanzar a China.
Usted fue muy crítico con la política monetaria de Estados Unidos, que consideró basada en una mala evaluación de las causas inflacionarias. ¿Cuál es su opinión hoy? ¿Cuál es la perspectiva de la política monetaria para 2023?
Sigo siendo muy crítico. Los propios técnicos de la Reserva Federal pronosticaron hace más de un año que el repunte de los precios sería temporal; tenían razón. Ahora la Reserva Federal ha actuado y no puede o no quiere retroceder, a pesar de que la principal causa detrás de la acción comenzó a desaparecer hace más de seis meses. Para el futuro inmediato, nos enfrentamos a una curva de rendimiento invertida que generalmente es una señal de problemas; los primeros signos en la economía incluyen la desaceleración en la construcción y los recientes despidos en el sector tecnológico.
Los aumentos de tasas están haciendo mella en los presupuestos de los mercados emergentes, particularmente en aquellas economías con deuda en dólares. ¿Estamos cerca de un escenario del 82, como advierten algunos analistas?
No tengo buena información, pero lo dudo. En 1982 los principales países latinoamericanos estaban endeudados con los bancos de Nueva York. Creo que este no es el caso hoy en día. A mi entender en particular de Brasil, la mayor parte de la deuda pública actualmente está en moneda local. Sin embargo, puede haber pasivos en dólares en Europa y en otros lugares que podrían ser peligrosos –algo más cercano al escenario de 2007–.
Hablemos ahora de política industrial. Su padre fue un gran defensor de esta política, que casi fue proscrita de los académicos. Ahora ha llegado con fuerza y no promovida por la academia, sino adoptada en la práctica por los gobiernos de Estados Unidos y la Unión Europea. ¿Llegó la política industrial para quedarse o es solo un movimiento oportunista de los países occidentales desarrollados para alcanzar a China?
Creo que no estamos viendo una política industrial en el sentido que propugnaban algunas figuras destacadas hace 50 años. Las disposiciones de “Buy America” mencionadas por el presidente Biden con respecto a la infraestructura son una política bien establecida para las industrias básicas existentes: acero, cemento, madera, entre otros. La política de semiconductores (Ley Chips –en español, Creación de incentivos útiles para producir semiconductores–) es un movimiento estratégico, aunque no lo hará asegurar la cadena de suministro de semiconductores o hacer posible que las empresas estadounidenses funcionen sin el mercado chino. El balance de efectos sobre la fabricación en general probablemente estará determinado por otros factores: el alto costo de la energía en Europa y el tipo de cambio del dólar.
En este contexto, los países emergentes, particularmente en América Latina, parecen estar en una trampa; cada vez más limitados por la deuda, tienen poco margen presupuestario. Además, el Fondo Monetario Internacional ganará poder y su paradigma no es favorable con la política industrial. ¿Cómo podemos salir de lo que parece ser una trampa?
Mi comprensión en este momento de las condiciones en América Latina se basa en gran medida en el caso de Brasil, donde mis colegas cuestionan enérgicamente la idea de que el país está limitado por la deuda y carece de espacio presupuestario. Entonces, quizás la primera tarea sea determinar quién tiene el mejor argumento sobre ese punto. Vendré a América Latina en marzo para discutir este tema.
John K. Galbraith: un economista que expuso la falacia del paradigma neoliberal
“¡Que se puede encontrar todo lo actual en algún momento del pasado!”. Así respondía John Kenneth Galbraith a un periodista, que en 1987 le preguntaba sobre las principales enseñanzas de “Historia de la economía, el pasado como el presente”, libro que acababa de publicar. En efecto, el economista canadiense había arribado a la conclusión que, en el transcurso de los siglos, los economistas habían acomodado sus teorías a lo que la gente influyente más deseaba creer. “No me impresionan mucho las pretensiones científicas de la economía, y recuerdo a mis lectores lo que alguna vez dijo Alfred Marshall, el gran economista británico: que no hay nada que un economista deba temer tanto como el aplauso, porque es probable que provenga de la gente equivocada”, explicó quien fuera asesor económico de los presidentes John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson.
Galbraith era un crítico de la “sabiduría convencional” neoclásica, a la que consideraba era un conjunto de ideas conocidas por todos, ampliamente aceptadas, pero que habían perdido relevancia. Su enfoque era más bien evolutivo, procurando explorar las condiciones cambiantes y examinar la necesidad de modificar las ideas para adaptarlas a las nuevas realidades. “Las ideas son intrínsecamente conservadoras. No ceden al ataque de otras ideas, sino al embate inexorable de circunstancias con las que no logran confrontar”, afirmaba.
Según su perspectiva, el capitalismo moderno se encontraba dominado por las grandes empresas, exhibiendo una proliferación de deseos inventados, producto de la planificación corporativa y la publicidad masiva; efectivamente, son las empresas las que deciden lo que se va a producir, y es recién con posterioridad a ello que moldean los gustos de los consumidores para incidir en la demanda de sus productos. Por el contrario, la concepción ortodoxa de la economía sostiene que la iniciativa corresponde al consumidor, que compra bienes y servicios en el mercado en respuesta a deseos o demandas personales. Decir que los consumidores maximizan su utilidad, dice Galbraith, plantea la importante cuestión de cómo es que los consumidores formulan esos deseos en primer lugar. Y, si los deseos deben crearse a través de la publicidad, ¿hasta qué punto se los puede considerar urgentes? Galbraith lo resumía así: “No se puede defender que la producción satisfaga los deseos si esa producción es la que crea esos mismos deseos”.
En “El nuevo Estado industrial”, publicado en 1967, el economista canadiense sostiene que Estados Unidos ya no representaba una sociedad en favor de la libre empresa, sino un Estado estructurado y controlado por las grandes empresas. La publicidad es el medio por el que estas empresas gestionan la demanda y crean las “necesidades” de los consumidores donde antes no existían. De esta manera, las empresas multinacionales no son más que la continuación de este sistema de poder a escala internacional; lejos de mejorar la sociedad, tienen por objetivo perpetuarse en el poder para asegurarse un flujo ininterrumpido de ganancias.
Galbraith fue de los primeros en reconocer que la competencia era una fuerza en retroceso en el mercado y que, por lo tanto, ya no existía un mecanismo de mercado con poder suficiente para moldear las estrategias y estructuras empresariales que las convirtieran en instrumentos útiles a la economía y el bienestar público. De allí a la recomendación de que los gobiernos ejerzan algún tipo de control sobre las empresas solo quedaba un paso. Medio siglo después, la realidad se parece cada vez más a ese diagnóstico tan resistido por la opinión “comúnmente aceptada” de la profesión económica.
Textos extraídos de (1) “La evolución del pensamiento económico”, de Stanley Brue, (2) India Today y (3) Princeton University Press
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