El desempeño económico de América Latina se encuentra indisolublemente asociado a una estructura productiva que en sus aspectos sustantivos no se ha modificado durante las últimas décadas.
A las exportaciones de oro, plata, café, cacao, azúcar, carne y frutas tropicales de la época de la Colonia, se sucedieron luego el petróleo, cobre, hierro, soja y madera, pero sin alterar en lo esencial una inserción periférica en los mercados internacionales.
Exportando principalmente materias primas y bienes intensivos en trabajo no calificado, e importando productos manufactureros de mayor valor agregado, los países de la región experimentaron a lo largo de su historia una elevada volatilidad macroeconómica, un pobre desarrollo científico y tecnológico, y un rápido agotamiento de sus recursos naturales.
De esta forma, una estructura productiva heterogénea, caracterizada por la coexistencia de modernos enclaves exportadores, junto a sectores más tradicionales vinculados al mercado interno (con elevados diferenciales de productividad entre las actividades económicas), se convirtió así en el rasgo más distintivo de las economías latinoamericanas a lo largo de su historia.
En una mirada de largo plazo, entonces, los desafíos para la región parecerían estar vinculados a diversos problemas estructurales: rigideces en materia de financiamiento productivo, y en inversión en ciencia y tecnología, innovación e infraestructura, entre otros.
Si bien la región ha intentado en reiteradas oportunidades mejorar su posición en la división internacional del trabajo, a través de la captación de eslabones de mayor valor agregado en torno a estos productos, no se han consolidado en el tiempo resultados significativos en términos de conformación de una matriz productiva más sofisticada.
En la actualidad, unos pocos sectores productivos articulados e integrados a la lógica y a la dinámica de las cadenas globales de valor coexisten con actividades que son intensivas en empleo, pero que generan poco valor agregado y que están muy alejadas de la frontera tecnológica internacional.
A comienzos del siglo XXI, algunas tendencias globales parecieron apuntar hacia una reversión de esta dependencia geopolítica y económica.
Al influjo de la crisis financiera internacional de 2007-2008, un importante volumen de capitales extranjeros se reorientó hacia los países del sur global en busca de mayores niveles de rentabilidad, incrementando de forma significativa los históricamente bajos niveles de inversión.
Este proceso se fortaleció con la estrategia de migración corporativa de las empresas trasnacionales que, con el objetivo de aumentar sus niveles de eficiencia y de reducir el pago de impuestos a nivel global, aceleraron la deslocalización de sus actividades productivas hacia los países de menor desarrollo relativo.
Adicionalmente, y como resultado del histórico aumento registrado en los precios internacionales de las materias primas exportadas por la región, las exportaciones de materias primas se constituyeron, por su parte, en un importante impulsor de la actividad económica, y en una base desde la que proyectar una estructura productiva conducente a mayores niveles de empleo calificado y nuevos encadenamientos agroindustriales y de servicios.
Más allá de la retórica de “diversificación de la matriz productiva”, durante las últimas dos décadas las políticas de desarrollo productivo respondieron a un modelo de crecimiento liderado por exportaciones basadas en materias primas.
Algunos de estos factores externos, combinados con una demanda interna y con un gasto público expansivo, permitieron alcanzar en América Latina un crecimiento promedio del 3% anual durante más de una década.
En este contexto, los países de la región decidieron impulsar políticas de desarrollo productivo con el objetivo de agregar valor en la producción tradicional (ventajas comparativas), y de diversificar las actividades económicas hacia nuevos sectores, generadores de nuevas ventajas competitivas.
Sin embargo, y a pesar del énfasis de estas estrategias en la promoción de sectores intensivos en conocimiento (biotecnología, nanotecnología, electrónica o software), considerando los bajos niveles de inversión en ciencia y tecnología observados en el período reciente y los débiles encadenamientos productivos generados, parece difícil que estas apuestas estratégicas se materialicen en la práctica en resultados distintos a los observados a lo largo del siglo XX.
En particular, se constata que más allá de la retórica de “diversificación de la matriz productiva”, durante las últimas dos décadas las políticas de desarrollo productivo respondieron a un modelo de crecimiento liderado por exportaciones basadas en materias primas (minerales, hidrocarburos y commodities agrícolas) y en algunos servicios complementarios de bajo valor agregado.
Considerando lo planteado anteriormente, el desarrollo sustentable de América Latina (económico, social, cultural y ambiental) requiere así de una reformulación de las políticas de desarrollo productivo vigentes en torno a tres aspectos esenciales a impulsarse de forma coordinada:
I) la superación de una estructura productiva dual que permita la inclusión de amplios sectores marginados de la sociedad.
II) el aumento de la inversión en ciencia y tecnología a tasas muy superiores al promedio histórico con el objetivo de consolidar sectores líderes en la nueva economía del conocimiento.
III) la mejora del patrimonio medioambiental para las futuras generaciones, a través de una producción de base agroecológica y focalizada en la economía circular.
Una estrategia de estas características incorporaría así una dimensión clave de las diversas actividades económicas, y es que estas representan receptores diferenciados del ingreso a nivel global: el progreso técnico, la productividad, las rentas, y el crecimiento que puedan alcanzarse, serán resultado del posicionamiento estratégico que los países logren en cada una de sus cadenas productivas.
En definitiva, y ya sean eslabones industriales, de recursos naturales o de servicios, las políticas deberán orientarse tanto hacia las cadenas de valor existentes (donde los países ya tienen ventajas de dotación), como hacia la creación de nuevas actividades económicas, fuertemente integradas a las anteriores.
Ambas opciones no son excluyentes, y son condiciones necesarias para el logro de una estructura productiva más compleja que permita una mejor inserción de los países de la región en las cadenas globales de producción, y la articulación de proyectos de desarrollo nacionales sostenibles en el tiempo.
(*) Economista, Oficina de Coordinación de Naciones Unidas en Uruguay.
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