Lo que ya venía perfilándose como una fuerte corrección de las cotizaciones bursátiles a raíz de los estragos ocasionados por el coronavirus en las cadenas de producción se agravó aún más la semana pasada con el desplome del petróleo, cuyo precio ya venía en baja por el resentimiento de la actividad manufacturera global. Ante el fracaso de las tratativas de la OPEP para reducir las cuotas de extracción de sus miembros e intentar frenar la caída, los principales productores (Arabia Saudita y Rusia) abrieron al máximo sus oleoductos para inundar de oferta un mercado de demanda retraída.
En resumidas cuentas, desde sus picos a comienzos de enero, los índices DOW industrial y S&P 500 han caído más de un 30%, mientras que el petróleo lo ha hecho en 50%. A pesar de los intentos de las autoridades, los precios aún no parecen haber encontrado su piso.
La coyuntura económica global – entonces – es marcadamente distinta a la que lucía a comienzos de año, que ya de por sí no era muy halagüeña.
Desde una óptica de la economía global, estamos en el peor momento desde el 2008. Cunde el pánico financiero en los principales mercados, que se han visto obligados a suspender la operativa para evitar pérdidas mayores. Los bancos centrales han disparado sus últimos cartuchos de reducción de la tasa de interés sin efecto aparente. De aquí en adelante solo quedan medidas administrativas y gasto público financiado por crédito de los bancos centrales vía la compra de bonos al gobierno (o sea, emisión).
Aún está por verse el daño que puede haber producido la caída de las cotizaciones bursátiles y cambiarias en los balances de los inversores institucionales con estrategias de inversión más arriesgadas. Será muy importante comprobar si las medidas prudenciales introducidas en respuesta a la crisis del 2008 han surtido efecto, o si las autoridades deberán lidiar además con instancias de inestabilidad financiera.
Pero más allá del descalabro financiero – cuyas raíces están en el saneamiento incompleto de los excesos del 2008 – la pregunta que va quedando es ¿cómo afectará esto al nivel de actividad real en la economía mundial? ¿Cuál será su impacto en el empleo, el comercio internacional, el PIB, etc.?
En primer lugar está el impacto global directo del virus sobre el nivel de actividad, al causar cierre de plantas por motivos de salud pública y la interrupción de las cadenas productivas por falta de insumos esenciales. Si a ello agregamos el impacto sobre turismo, transporte aéreo y actividades afines en el sector de servicios, podremos pensar que el nivel de actividad del primer semestre del año se verá seriamente resentido. En el mejor de los casos, podrá haber cierta reacción positiva en la segunda mitad del año, siempre y cuando la evolución de la pandemia se atenga a los actuales pronósticos.
Sin embargo, el coronavirus fue solamente la chispa que alcanzó el polvorín (como habíamos sugerido en nuestra contribución de agosto 2019 “Jugando con fuego”). Su impacto en los mercados financieros es mucho mayor que su efecto directo en la economía real. Pero a su vez, el crac de las bolsas puede tener un efecto indirecto más profundo y prolongado en la actividad económica mundial.
Porque en segundo lugar – especialmente en los países de mayores ingresos – puede haber una caída mayor que se da por vía del “efecto riqueza”. Por ejemplo, en los EE.UU. se estima que el 55% de los hogares está expuesto a la bolsa ya sea como inversores directos o por sus fondos de pensiones.
Al caer el valor de sus carteras, los inversores y ahorristas tienden a retraer su consumo y posponer compras importantes. Esta retracción de la demanda a su vez lleva a la acumulación de inventarios en las empresas, que reaccionan mediante bajas en la producción y el empleo que a su vez retroalimentan negativamente una espiral descendente.
Aquí es donde los gobiernos deberían reaccionar con programas de estímulo al gasto, producción y empleo, desempolvando sus políticas fiscales. De no ser así, el riesgo de una recesión aumentaría.
De todas formas queda claro ya que el 2020 será – en el mejor de los casos – un año de estancamiento. El pronóstico de crecimiento del FMI de 3,3% para la economía global ya se descarta completamente. Partes de Europa caerán en recesión, los EE.UU. tienen pronostico incierto y China se resentirá en al menos un punto porcentual. Un resultado global que evite la recesión sería más que aceptable a esta altura.
Para los países exportadores de productos primarios el panorama se vislumbra como de menor demanda y menores precios. A nuestro favor juegan menores tasas de interés, menores precios del petróleo y mayor estabilidad financiera. Pero con los mercados financieros globales en su actual condición de desorden, puede suceder que la disposición del capital de cartera a seguir asumiendo riesgos en los mercados emergentes pueda resentirse también.
Es en momentos como los actuales cuando decisiones apresuradas pueden acarrear consecuencias imprevistas. Es de esperar que las agencias calificadoras midan muy bien sus apreciaciones y que – antes de prender alarmas prematuras en economías emergentes – esclarezcan las causas del desmedido impacto de la pandemia en los mercados financieros de los países avanzados.
También es crucial que el mundo demuestre una posición unida ante la emergencia y adopte posiciones comunes y consistentes. Entre ellas, un compromiso a dejar de lado las barreras al comercio internacional que han surgido en los últimos años.
(*) Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Ex Director Ejecutivo del Banco Mundial.