En mayo de 2008 Boris Johnson fue electo alcalde de Londres. Un viejo amigo, de mis tantos años en el Reino Unido, se lamentaba de lo mal que estaba el mundo si cualquier bufón podía ser electo para esa responsabilidad en una de sus principales ciudades. Le sugerí que los bufones a la gente le resultaban simpáticos, y que detrás de esa fachada se escondía un político sagaz, capaz de capitalizar esas simpatías y la subestimación por parte de sus rivales. “No te sorprendas si llega a ser primer ministro”, rematé. Soltó una carcajada, pero no era broma, Boris Johnson presentaba exactamente el perfil adecuado para proyectarse con la olla a presión que era a esta altura la “cuestión europea”.
Hijo de un diputado del Parlamento Europeo, atrajo la atención de Margaret Thatcher con sus artículos como corresponsal en Bruselas para el Daily Telegraph. Evidentemente, la mayoría de los corresponsales en Bruselas eran pro-Europa y hacían sesudos análisis geopolíticos. Johnson en cambio recurría a su humor irreverente para castigar el proceso de integración europea y en particular al presidente de la Comisión Europea, el francés Jacques Delors. Se convirtió en referente de los euroescépticos, incluso llegando a inspirar la conformación del UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido, gran promotor del Brexit a través de su líder Nigel Farage).
En esos tiempos era una cuestión de nacionalismo y soberanía en que la mayor reserva solía ser la subordinación de las leyes propias a las dictadas por el Parlamento Europeo. En caso de conflicto, primaban las últimas. Se podía apelar a una cierta rebeldía contra el control desde la Europa continental, pero por lo general la crítica era de corte satírico, creando los llamados “euromitos” que describían a eurócratas debatiendo la longitud y curvatura que deben tener las bananas para ser llamadas como tales.
Este siglo ha sido una seguidilla de eventos pro-Brexit. Los conflictos en Medio Oriente y ataques terroristas en suelo británico han reforzado los argumentos de control de fronteras por motivos de seguridad nacional. A su vez, la ampliación de la Unión Europea hacia el este atrajo un flujo continuo de mano de obra barata hacia un país que en algunas regiones sufre aún los efectos de la desindustrialización.
Sin duda esto genera posiciones más radicalizadas de la población autóctona o de raíces anglosajonas, pero no hay que subestimar el grado de rechazo entre inmigrantes de segunda y tercera generación (que también votan). Los de origen indio no quieren más musulmanes. Los paquistaníes (musulmanes ellos) no quieren musulmanes radicalizados. Tanto ellos como los afrodescendientes se muestran totalmente faltos de afinidad con los inmigrantes del este europeo. Ha habido un rebrote racista real entre los propios inmigrantes, y aquellos que ya tienen ciudadanía se muestran particularmente conservadores en lo que refiere a políticas inmigratorias. Después de tantos años y esfuerzo por ser aceptados y asimilados, no quieren alimentar retóricas reaccionarias, al punto que en las comunidades originarias de la India no quieren que llegue más gente de la India tampoco.
Luego vino la crisis financiera, los rescates a bancos y recriminaciones cruzadas con la zona del Euro. Al no ser parte del Euro, Gran Bretaña debía hacerse cargo de sus problemas. Sin embargo, al ser parte de la Unión Europea, no dejaba de aportar al subsidio de otros países miembro como Grecia, donde se rehusaban a realizar cualquier tipo de ajuste fiscal. El mensaje era fácil de decodificar y transformar en agente revulsivo: “Cuando pierdes estás solo. Cuando otros pierden, eres socio”.
Se configuran así todos los elementos para conformar una plataforma electoral de gran arraigo. El voto en Gran Bretaña no es obligatorio por lo que se requiere de grandes movilizadores para lograr el éxito electoral. ¿Cuáles son los movilizadores detrás del Brexit? Nacionalismo, soberanía, independencia, seguridad nacional, control de fronteras, eliminar el costo de la Unión Europea y los subsidios sistemáticos a países permanentemente dependientes. “Seguir en Europa” nunca tuvo ni remotamente el mismo efecto galvanizador. Es difícil movilizar en torno a “más de lo mismo”, al menos en esas latitudes.
Esa era la plataforma ideal para que alguien como Boris Johnson lograse erigirse como una figura formidable dentro del partido Conservador. Aún así, lo subestimé. Pensé que transitaría ese camino para erosionar el liderazgo indiscutible de David Cameron y llegar así a reemplazarlo como primer ministro, pero fue mucho más inteligente. Como era de esperar, una vez que se votó el Brexit, Cameron renunció, aduciendo que no podía llevar adelante un proceso en el que no creía. Creaba así un claro mandato para que el campeón del Brexit se haga cargo… pero Boris declinó.
Una maniobra impensable, o al menos era impensable que pueda ejecutarla sin perder por completo su credibilidad. Con el diario del lunes, entiendo que eso sólo es un problema cuando hay una credibilidad que perder, o que ésta sea un componente importante de la imagen de Johnson, que no lo era. Resultó una movida genial ya que lo que se venía era un campo minado y era mejor dejar a otro que haga el desgaste. El cáliz envenenado recayó en Theresa May, que de inmediato lo nombró ministro de Relaciones Exteriores, por aquello de mantener a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca aún. De forma inexplicable, Johnson consiguió mantener el cargo dos años, a pesar de sus mejores y persistentes esfuerzos por perderlo, y sin que el fiasco de la negociación del Brexit le salpicara en absoluto.
Una vez que Theresa May falló estrepitosamente, finalmente aceptó ser primer ministro. A todas las motivaciones pro-Brexit, estos años han agregado dos más: el hastío generalizado y humillación sistemática a manos de los burócratas europeos. Insiste en resolver una salida rápida, porque si se alarga sabe que acaba igual que May. Tiene razón en insistir en concretar la salida aunque sea sin acuerdo, porque con la Unión Europea ya no hay acuerdo posible. Todo el costo de la incertidumbre y las dilaciones lo paga Gran Bretaña mientras en Bruselas ríen ante el espectáculo de un parlamento que desautoriza constantemente a sus negociadores. Ya es hora de que se efectivice el quiebre y el resto de la Unión Europea enfrente su cuota parte de las consecuencias, de lo contrario nunca habrá un diálogo o negociación constructiva.
Johnson insiste también en que si no lo apoyan, debe haber elecciones. Sabe que hoy mezclando todos los temas las gana, mientras que en 6-12 meses pierde el viento de cola y entonces vuelve a ser Boris el bufón.