El 4 de octubre el gobierno chileno anunció una nueva alza en el precio del Metro y el Transantiago (ómnibus), justificada por las autoridades en las fluctuaciones del precio del diésel, el índice de precios al consumidor, el incremento del costo de la mano de obra, la tasa de cambio, entre otros factores. Desde ese momento los chilenos han manifestado en las redes su fastidio por la medida, aun cuando es sabido que en las zonas menos pudientes e incluso de ingreso medio muchos directamente no pagan el transporte público, aunque vale decir que en los últimos años se han intensificado los controles. Incluso el alza no afectaba el precio del boleto de estudiantes, que fueron de todos modos indicados como promotores de las movilizaciones.
Según el periodista Patricio Fernández de The Washington Post, en las últimas semanas en canales de Youtube y otras redes virtuales se empezaron a realizar convocatorias para realizar actos vandálicos en señal de lucha, sobre todo en colegios y estaciones de transporte. “Resulta absurdo pensar, como pretende Piñera, que se trata de una estrategia fríamente planeada en todos sus detalles; aunque también sería ingenuo no ver la existencia de grupos organizados en algunas acciones”, considera Fernández.
Lo cierto es que el malestar ciudadano fue en aumento, como si el ajuste hubiera sido la gota que rebalsó el vaso. Sin embargo, las movilizaciones pacíficas y caceroleos pasaron a segundo plano cuando bandas de encapuchados coordinaron una serie de violentos ataques contra infraestructura urbana, llegando a incendiar 20 estaciones de metro, 16 buses e incluso el edificio de ENEL, la empresa eléctrica. La situación llegó a tal extremo que el gobierno tomó la decisión de imponer estado de emergencia y toque de queda en varias ciudades. Los enfrentamientos en las calles dejaron hasta el martes un saldo de 18 muertos, 88 heridos y más de 1400 detenidos.
Guerra, recesión, anomia social
Posiblemente existen varios factores para explicar la situación chilena y no responden a una sola causa. Sería absurdo reducir exclusivamente el fenómeno a la injerencia de “poderes extranjeros” que alientan fuerzas de choque o a la represión de un modelo “neoliberal y autoritario”. No obstante, la parte de verdad de estas dos afirmaciones merece al menos una breve mención.
El presidente Sebastián Piñera declaró “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite”, aunque el jefe de la Defensa Nacional, general Javier Iturriaga, disminuyó la tensión cuando respondió que no estaba en guerra con nadie. ¿Hay o no una guerra? ¿Cuál sería el enemigo poderoso? El papa Francisco ha manifestado tiempo atrás que el mundo atraviesa una “guerra mundial fragmentada”. En este sentido, se trata de conflictos por lo general irregulares, las llamadas guerras híbridas, plagadas de fake news. Es verdad que el caos puede ser un buen negocio, siempre y cuando se acote en el tiempo, para luego trasladarse a otro sitio aprovechando condiciones de inestabilidad que sean propicias. Por diversos motivos, en distintos puntos del planeta tienen lugar enfrentamientos que sin embargo tienen características comunes: desde Hong Kong y Líbano, de Cataluña a Ucrania, Siria o Haití, hasta las convulsiones sudamericanas de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Chile. El tema de fondo es que hay un reacomodamiento geopolítico, un movimiento de placas tectónicas de gran escala, y los Estados “borde” se hallan en un dilema existencial.
En distintos niveles, es tan cierto que el Foro de San Pablo o la Open Society aprovechan estas circunstancias, tanto como China y EEUU en el despliegue de sus respectivas geoestrategias hemisféricas. Cada cual hace su juego, pero los que pierden normalmente son los pueblos, que terminan más divididos, por ende más débiles y fácilmente sometidos. ¿Qué opción tienen los Estados, formalmente independientes, frente a los desafíos de la globalización? Ni siquiera una potencia subregional como Brasil pudo evitar los enfrentamientos que se produjeron en el año 2013, que también se provocaron por el alza de los precios del transporte y que tuvo el protagonismo de los “Black Bloc” y “Anonymus”. En aquella oportunidad Brasil estaba en la antesala de la cumbre de los BRICS que se realizó en Fortaleza en el 2014. Hoy Chile se encuentra en la previa de la reunión COP25 sobre cambio climático que tendrá lugar en Santiago en diciembre y viene arrastrando las polémicas en torno a la Amazonia y Greta Thunberg.
Pero hay otro elemento de índole económico y es que el mundo sufre una desaceleración y muchos anuncian una inminente recesión. Si a esto se le suma que América Latina ha cerrado hace rato el ciclo de bonanza de los precios de los commodities, el combo es letal. Países exportadores de materias primas, que lograban distribuir la renta a través de una serie de subsidios al consumo, ya no pueden sostenerlo más. Una serie de reformas laborales y previsionales aparecen como impostergables, mientras que el auxilio del FMI se termina convirtiendo por sus exigencias en salvavidas de plomo.
El mismo jueves 17 de este mes por amplia mayoría la Comisión de Constitución de Chile aprobó el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico, conocido como TPP11, del que EEUU se retiró en el año 2017. Paralelamente, existe un movimiento ciudadano y sindical que se manifiesta contrario a este acuerdo, así como al sistema de las AFP, las administradoras de fondos de pensiones. Además, en los últimos años hubo importantes huelgas en Minera Escondida y en la estatal Codelco –el productor de cobre más importante del mundo, que representa aproximadamente un tercio de la producción nacional chilena-.
Un tercer factor a tener en cuenta es el ambiente generalizado de anomia social del que Chile no es ajeno. La periodista Rocío Montes escribió para El País de Madrid: “El desasosiego social que se ha expresado al menos desde 2006, cuando estallaron las primeras protestas de los estudiantes, no ha podido ser canalizado hasta ahora por ninguna fuerza política con representación en el Congreso”. La pérdida de respeto por la autoridad que se gesta en la desintegración familiar se traslada a la órbita comunitaria, frente a los maestros o la policía.
En Chile existe un evidente descreimiento en el sistema político. Prueba de ello es la baja participación en las instancias electorales: en las generales de 2017 votó menos del 50% en primera y segunda vuelta, y en 2016 apenas el 35% participó de las elecciones municipales. Señala Adriana Valdés en su columna de opinión de El País de Madrid: “La mía es una posición muy impopular. Los jóvenes creen que es cuestión de ser ágiles y valientes. No tienen por qué recordar que, después del golpe de Estado, la represión y la muerte tuvieron un sesgo clasista, una desigualdad, tan marcados como los de la sociedad chilena; que la mayor parte de los muertos fueron los que no tuvieron la oportunidad de irse del país”.
La historia muestra que el pueblo llano no es afecto a las revoluciones y solo en contadas ocasiones tuerce los acontecimientos cuando se manifiesta de forma pacífica, enérgica y espontánea.
Las revoluciones latinoamericanas del siglo XX terminaron en un gran fracaso por la influencia nefasta del foquismo cubanista en las juventudes. Posteriormente, desde Chile un reformismo sin utopía parecía convertirse en el modelo ideal. De esta manera, el reformismo también está cayendo en desgracia. Y volvió la utopía revolucionaria, portadora de un discurso igualitarista, apoyada en el indigenismo y el ecologismo. Que se extiende desde otras latitudes hasta cada uno de nuestros países.
Parece lejana hoy la posibilidad de pensar un reformismo que se base tanto en la realidad de sus pueblos como en utopías superadoras. Los países latinoamericanos se deben este debate a fondo.