“Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”.
Mateo 28, 19.
En este viaje a Irak, una vez más el Papa Francisco nos demostró que seguir a Jesús es una aventura fascinante que vence cualquier frontera humana (sea del calibre que sea). Esta visita a un país de mayoría musulmana fue un gran sacudimiento histórico. Un sacudimiento a la formalidad política y eclesial, y al estacionamiento de la prédica sin alma y sin vida.
Francisco se plantó con firmeza y valentía en esta tierra lejana, regada con mucha sangre inocente, a traer su persona de mano extendida con gestos de consuelo fraterno. Este es un Papa valiente y arriesgado que vence, incluso, las limitaciones de su edad. Un Papa que cree en la catolicidad expresada, en particularidad iraquí. Un Papa que cree que la fe es una y que sus dimensiones culturales son diversas.
Contexto de un viaje
La geografía iraquí es la cuna de la civilización. Es la antigua Mesopotamia donde se da el origen de la escritura y la aparición de la cultura urbano-agraria. El tránsito de la vida nómade a la vida sedentaria.
Sumeria y la primera ciudad Ur es la patria de Abraham, el patriarca de las tres religiones monoteístas de la historia: Judaísmo, Cristianismo e Islamismo.
El suelo iraquí está impregnado de memoria civilizatoria, tiene una gran carga simbólica y profundos llamados de la historia. Pero ese origen tan rico y creador de una tierra tan fértil no está correspondido con su historia contemporánea.
Irak, en los últimos cincuenta años, es un mundo agobiado por las guerras, la expoliación, el sufrimiento, la destrucción, las migraciones masivas y la desesperanza. La tierra iraquí es la geografía del despojo y la pobreza. Situado estratégicamente, Irak, desde el punto geopolítico, es vital para el equilibrio regional del Cercano Oriente.
Siempre ha sido un pasaje de pueblos y culturas regionales. Los grandes imperios contemporáneos han explotado estas tierras por sus inmensas riquezas naturales y han degradado sus condiciones de vida. A esto se suma el terrorismo fundamentalista que destruye en forma irracional, fruto de la intolerancia y los pingües negocios de armas de los mercaderes de la muerte.
El riesgo, el peligro y la violencia han sido presencias cotidianas en la vida iraquí. En este contexto, los cristianos han sido perseguidos, humillados, despojados, martirizados. La Iglesia católica, en toda esta área del Cercano Oriente, está llena de mártires. Su número está muy por encima de otras épocas históricas del Cristianismo.
La Iglesia de Irak es una Iglesia martirial. Muchas veces se paga con la vida la profesión de fe cristiana. El hecho emblemático de esta situación fue el atentado terrorista a la catedral de Bagdad en el año 2010, en uno de los atentados más demenciales de la intolerancia extremista, mientras se celebraba misa, donde murieron cuarenta y ocho personas.
Es en este ámbito de dolor cuando se produce el viaje del Papa.
Los signos de un Papa
Francisco es un Papa de formación jesuita y de corazón franciscano. Tiene el don ignaciano del discernimiento, de la distinción precisa por donde van los caminos de fidelidad y renovación en la Iglesia. Tiene la frescura contemplativa y amorosa por la ecología y el servicio sin pausas y sin mediaciones hacia los más despojados de la sociedad contemporánea: los pobres. “Añoro una Iglesia pobre para los pobres”, dijo al principio de su pontificado. Una Iglesia “de campaña” que reciba a los heridos y desheredados de toda atención humana.
Un Papa que habla de la cultura del descarte como drama de las sociedades empobrecidas, y que pretende que los católicos salgan a las periferias existenciales, hacia toda desolación humana. El mismo Papa Francisco es un don de Dios, un signo de los tiempos. Es un hombre del sur que llega a obispo de Roma para abrazar a todos los confines del mundo. Con este espíritu es que llega a Irak.
Para Francisco, el pobre, es el principal sujeto del evangelio. Para el Papa la pobreza contemporánea tiene distintas formas: los refugiados, los migrantes, los sin techo, los ancianos, los adictos a las drogas, los que viven en los tugurios de las ciudades, los niños esclavizados, las mujeres sin derechos. Todos tienen, para él, el rostro de Jesús. (Mateo, 25).
El Papa llega a Irak a abrazar, a comprender, a dialogar, a acompañar, a ofrecer y ofrecerse. Alienta a la Iglesia iraquí, dialoga con sus hermanos musulmanes y les ofrece un camino de fraternidad compartida. Todavía resuena en nuestro corazón la voz quebrada del sacerdote iraquí que traducía las últimas palabras del Papa en la misa de despedida: Francisco, había llegado para estar con ellos, tocar ese pueblo pobre y llevarlo dentro de sí para siempre.
El obispo de Roma iniciaba una época de esperanzas para Irak y una confirmación en la fe para una Iglesia martirial. En una renovada confianza en Aquél que es “el camino, la verdad y la vida”, más allá de todo dolor e incertidumbres.
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