Lo que se impone a simple vista es que América Latina está entrando en una fase de fuerte efervescencia social, como de estallido social, con protestas populares espontáneas que ocupan las calles como en Haití, Puerto Rico, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Venezuela, Bolivia y Chile, en un clima que es a veces de violencias desatadas. América Latina es un hervidero de protestas.
¿Qué es lo que está pasando? Hay pocas respuestas que se advierten en el debate político e intelectual de América Latina. O, al menos, pocas respuestas razonables y convincentes. Las elites financieras, políticas e intelectuales de América Latina no han sido capaces de monitorear y entender lo que estaba pasando, lo que iba a pasar y lo que pasa ahora. También la Iglesia latinoamericana está llamada a discernir los “signos de los tiempos” en esa atenta escucha de la realidad a la que la llama el papa Francisco. En general, reina una gran incertidumbre, si no confusión.
Dentro de un cambio de época
Esto no es de extrañar, pues aún no han madurado nuevos paradigmas para afrontar la realidad del impresionante “cambio de época” que estamos viviendo. Con el derrumbe del “socialismo real”, la conclusión del mundo bi-polar de Yalta dejó anacrónicas narraciones y contraposiciones ideológicas, y sus polarizaciones políticas, aunque sobrevivan por inercia.
Estamos sumidos en un nuevo mundo emergente que hay que ir descifrando. El marxismo-leninismo que era ideología hegemónica en medios universitarios e intelectuales de la América Latina de los setenta y ochenta, ha quedado como un pálido vagabundo en la historia, apenas como ideología oficial anquilosada en Cuba.
El “nuevo orden internacional” proclamado por el neocapitalismo triunfante, que incluso llegó a prospectar el “fin de la historia” destinado a recorrer sin alternativas los carriles del liberalismo económico y la democracia liberal hacia un mercado mundial sin regulaciones ni obstáculos y una paz y prosperidad para todos, ha sido teatro de una “tercera guerra mundial a fragmentos”, del terrorismo y el incremento de la violencia por doquier, del surgimiento de nuevas potencias en un nuevo concierto internacional muy fluido, de enormes concentraciones de riqueza y especulaciones financieras, de la profundización de la brecha de inicuas desigualdades sociales entre opulentos y multitudes excluidos. Y ahora asiste a tensiones y desequilibrios causados por proteccionismos y guerras comerciales.
Este cambio de época lleva también consigo la difusión mundial de la sociedad del consumo y del espectáculo como gigantesca máquina de distracción de masa, de vigencias relativistas, individualistas, mientras que la “revolución digital”, que es una nueva fase de la revolución industrial, acelera en tiempo real todos los intercambios de informaciones, dineros, acciones, publicidades, entretenimientos, drogas y armas, y va cambiando todos los modos de vivir, pensar y operar.
De las vacas gordas a las flacas: persistencia de la pobreza y la indigencia
Es muy claro que las protestas populares y callejeras que irrumpen por doquier encuentran sus causas de fondo en la pobreza y la desigualdad. No hay que considerarlas como producto de quién sabe qué conspiraciones, sean de derecha o de izquierda.
No podemos cerrar los ojos al hecho de los todavía altos porcentajes de pobreza e indigencia en los pueblos latinoamericanos. Los años de las “vacas gordas”, de 2007 al 2014, gracias a los altos precios mundiales de nuestros productos energéticos, minerales, agrícolas y ganaderos pudieron permitir que algunas decenas de millones de latinoamericanos se incorporaran al mercado de trabajo y a los servicios públicos de salud, educación y asistencia social, aumentando su hasta entonces muy limitada capacidad de consumo.
Las exportaciones de tales materias primas aportaron mucha riqueza a los países latinoamericanos, llenaron las arcas de los Estados y hubo una reducción de la pobreza dado el alto porcentaje del presupuesto público de los gobiernos centrales que se dedicó a gasto social. Diversos analistas destacaron el crecimiento de clases medias, sobre todo populares. Así fue como en el 2010 “The Economist” eligió para estos años la elogiosa denominación de “década latinoamericana”. Pero el éxito también seducía.
Los países latinoamericanos se concentraron en un “neo-extractivismo”, sin afrontar las reformas estructurales que afrontaran tres pesadas herencias: las inicuas desigualdades sociales –el sistema impositivo casi no fue tocado o lo fue confusamente y las compensaciones sociales muy limitadas y sin cobertura permanente-; la incapacidad de servicios públicos eficientes, de calidad, accesibles a todos; y, sobre todo, la dependencia de las materias primas. La expansión de la soja en Argentina y de la soja y minería en Brasil mostraban como se apostaba sobre todo a la exportación de materias primas, sin estrategias de diversificación y aumento de la productividad.
No hubo políticas de industrialización que aprovecharan para crear valores agregados a esa riqueza y nuevas fuentes de trabajo , contentándose con el tradicional modelo de crecimiento “hacia afuera”, dependiente de los vaivenes del mercado mundial. También se omitió por completo llevar adelante durante el boom de las materias primas, en la medida de lo posible, una activa política internacional de regulación de estos mercados.
Tenemos que repetirnos, con la CEPAL, que de los aproximadamente 600 millones de latinoamericanos, su 30,2%, o sea 184 millones viven en condiciones de pobreza, en tanto que un 10.2%, unos 62 millones se encuentra en condiciones de pobreza extrema, el porcentaje más alto desde el 2008. ¡Uno de cada diez latinoamericanos vive en pobreza extrema!
El estallido de la olla a presión
Pues bien, estas espontáneas protestas callejeras son respuesta a la carga de muchos sufrimientos y sacrificios soportados, de muchas humillaciones sufridas y de horizontes de esperanza que parecen bloqueados. Es como la explosión de una “olla a presión”. No extraña que su estallido vea como protagonistas a sectores de juventud de escolarización de baja calidad, con muy grandes dificultades de acceder a mercados de trabajo y de horizontes bloqueados, a sectores de periferias pobres y de excluidos de las grandes ciudades, a los “mundos” de los “cholos” marginados y despreciados, como también, y esto es muy importante tenerlo en cuenta, a sectores de clases medias populares en condiciones de precariedad que habían recuperado algo y ahora ven que corren el riesgo de perderlo y venirse abajo.
Si a las condiciones de pobreza y de desigualdades sociales le sumamos el reguero de modalidades de corrupción que ha tenido gran impacto mediático y judicial – en gran parte de los casos de cuantiosas coimas bajo contratos amañados con empresas multinacionales o empresas nacionales “amigas” o complacientes – y las acusaciones generalizadas, virulentas y compartidas en desahogos viscerales en los medios sociales, la resultante ha sido un “mix” de rabia muchas veces descontrolada.
El desfonde de la estructura tradicional de partidos
La quiebra institucional más notoria se sufre en democracias cada vez menos representativas. Se ha desfondado, por lo general, la estructura tradicional de los partidos políticos en América Latina.
Partidos políticos conservadores y liberales siguen apostando a políticas económicas neo-liberales, sin haber aprendido de las profundas crisis económicas, financieras y sociales que en tiempos de euforia – véase el “consenso de Washington”- dichos enfoques provocaron. La obsolescencia de los costosos e ineficientes aparatos burocráticos del Estado los llevan a confiar sobre todo en el mercado, en general controlado por la alianza de poderes políticos y grandes grupos económicos, que deja un vasto tendal de “excluidos”.
Tender siempre a achicar el Estado – que no es lo mismo que la más que necesaria modernización del Estado-, es ignorar que hay bienes públicos fundamentales que el mercado no puede ni quiere satisfacer universalmente, que se carece de una visión respecto a las prioridades estratégicas que el Estado tiene que llevar adelante y que se opta por reducir políticas sociales estructurales. Si en algunos casos logran una rentabilidad y modernización significativas, como en Chile, resultan incapaces de afrontar decididamente la condiciones de pobreza y las desigualdades sociales.
No es con reformas de fachada, ni siquiera con una nueva Constitución, sino con una revisión muy profunda de su política económica y social que Chile tendrá que afrontar su próximo futuro. En otros casos, como en la Argentina de Macri, el derrumbe económico, la enorme deuda imposible de pagar a breve plazo y el incremento de la pobreza son signos de su total fracaso. No es de extrañar, pues, que dichos partidos no logren, sino coyunturalmente, la adhesión y menos la representación de vastos sectores populares. Si lo han logrado lo ha sido por reacción a las profundas crisis o agotamientos de los partidos de “izquierda”.
La actual coyuntura expresa también cierto agotamiento de las izquierdas políticas e intelectuales, muy desconcertadas. La crisis de credibilidad del marxismo-leninismo, por una parte, y el arrastrarse cansino y empobrecido de la social-democracia recostada en las sociedades de alto consumo, por otra, las han dejado huérfanas. En general, las izquierdas tradicionales no han sabido imaginar nuevos caminos, utopías y místicas para esa transformación en las condiciones económicas, tecnológicas y sociales de nuestro tiempo.
Además, han ido sustituyendo u ofuscando, o también mezclando, cada vez más raídas proclamas e intenciones de transformación social con la aceptación acrítica de sub-productos culturales de las sociedades de alto consumo, con su relativismo hedonista, con sus formas de colonización cultural. No extraña, pues, que los “establishments” bienpensantes de la izquierda se hayan convertido en los protagonistas propagadores de discursos sobre la liberalización del aborto, los matrimonios homosexuales, el alquiler de los vientres femeninos, la facilonería para el divorcio, la ideología del género, etc. considerando todo ello como signos de “progreso” (“progreso” por cierto lanzado y sostenido por grandes agencias y corporaciones internacionales y convertido en mentalidad común).
Es grave que las izquierdas se demuestren bastante incapaces de mirar la realidad con los ojos de los excluidos, “desechados y sobrantes”, y, a la vez, de proponer un proyecto nacional para el bien común de todos. Incluso la sacrosanta lucha por la dignidad de los pueblos indígenas, especialmente vulnerables y hoy muy amenazados, se ha reducido a menudo a un indigenismo ideológico, de pura denuncia, sin repensar y alentar grandes proyectos de realización efectiva de esa dignidad, creando condiciones materiales, económicas y espirituales para hacerla posible y una gradual integración de estos pueblos, respetuosa de sus tierras y culturas, en las sociedades nacionales a la altura del siglo XXI.
La idolatría del poder y su ejercicio centralista y verticalista ha alejado las izquierdas políticas de necesidades y emergencias de la llamada “sociedad civil” y las ha mezclado, en no pocos países, en frecuentes situaciones de corrupción. No han sabido dar respuestas serias a las situaciones de inseguridad que se sufre sobre todo a niveles ciudadanos ni a la emergencia educativa que es prioridad capital para un auténtico desarrollo de nuestros pueblos. Es sorprendente que los gobiernos de izquierda desalojados del poder en varios países de América Latina no hayan elaborado una severa autocrítica de los motivos de su derrota y, al contrario, queden encerrados en una apología engañosa y en una espera de su revancha.
La explosión de la violencia
Se dice que “en río revuelto, ganancia de pescadores”, mas bien ganancia de grupúsculos violentistas, que merecerían un estudio más serio. Una dosis de violencia puede llegar a ser explicable, pero en Chile, especialmente, se ha dado una persistente e inaudita violencia que desde la reactividad ha pasado a ser estrategia política. Es violencia protagonizada por pequeños sectores de juventud “anarquista” – más por la destrucción que provocan que por la teoría -, de delincuentes comunes del “lumpen” y de los residuos del Partido comunista y de grupúsculos de extrema izquierda. Impresiona en Chile esa estrategia destructiva que pretende crear un estado de violencia permanente y que, entre muchas otras cosas, arremete contra templos católicos y evangélicos así como con Universidad e instituciones de enseñanza católicas o de inspiración cristiana.
Es muy probable también que participen en esa violencia los incorporados dentro de la red capilar del narco-negocio. El narco-tráfico se ha convertido en la “multinacional” más rentable en América Latina, con enormes poderes de corrupción de dirigencias políticas y financieras, pero también de corrupción de muchos jóvenes de sectores populares, seducidos por la ganancia fácil e inmediata, dispuestos a las más crueles violencias que sean necesarias para obtenerla.
El narco-negocio quiere dominar o neutralizar el Estado a través de diversas formas de complicidad, o quiere destruirlo. No es la mera represión de las fuerzas de seguridad que lograrán acabar con ello. El fracaso de la “guerra” proclamada por la anterior Presidencia mexicana está muy claro. Las operaciones de la DEA no pueden pretender ocultar que la más grande demanda de drogas proviene de los Estados Unidos (y después de Europa Occidental), lo que plantea cuestiones muy serias sobre su presunto “estado de bienestar”.
Tampoco parece solución adecuada la liberalización del comercio de drogas ligeras bajo cierto control estatal. Ante todo, es como un rendirse a las drogas como algo normal y no como mal para las personas, familias y comunidades. Además, se manejan dos presupuestos más que discutibles: que el consumo de las drogas ligeras no conduzcan al consumo de las drogas pesadas y que dicha liberalización irá quitando espacio a la red del narco-tráfico. Se necesita lo que aún no se ve en el horizonte: una vasta tarea nacional de educación y prevención, que implique a las más variadas instituciones –comenzando por familias y escuelas-, acompañada, claro está, con eficaces sistemas de represión de sus circuitos de difusión y de sus complicidades políticas y financieras. Sobre todo, no mucho se logrará si vastos sectores de juventudes populares, que componen los “ni-ni” (sin escolaridad ni trabajo), viven en la penuria y sin perspectivas.
Siempre la “Patria Grande”, más allá de la crisis de la integración
No hay otro camino que la integración para ampliar los mercados y concertar una economía de escala que favorezca la industrialización, especialización, innovación tecnolόgica, los “tradings” productivos y un crecimiento auto-sostenido. Es condición indispensable para enfrentar las exigencias impostergables de la lucha contra la pobreza, de la dignidad del trabajo para todos y de mayores condiciones de equidad en un sub-continente que tiene el lamentable record de albergar abismales desigualdades sociales. La integración política y económica es la única posibilidad de contar con un propio peso en el concierto internacional con un mínimo de audiencia y de capacidad de imponer respeto.
Lamentablemente el MERCOSUR, proyecto histórico fundamental desde una alianza brasileña-argentina y chilena -único eje de conjugación, atracción y propulsión a nivel sudamericano- se ha ido empantanando desde hace demasiado tiempo y está sumamente desfibrado. Hoy es apenas una tenue zona de limitado libre comercio, sometida a las presiones e intereses de corporaciones de los diversos países. ¡Sin embargo, está destinado a resurgir de sus cenizas cuando se afronte con inteligencia y valentía el bien común de nuestros pueblos y naciones! Tendrá que saberse conjugar bien con la Alianza para el Pacífico, que ha emprendido un camino de integración que habrá que seguir con atención.
Más allá de las cansinas retóricas de las cúpulas políticas de turno, se está requiriendo una vasta obra de educación y movilización de modo que la integración latinoamericana no se reduzca a los humores y veleidades de las elites sino que arraigue en los pueblos y que vayan formándose grandes consensos populares, transversales a todos los países en pos de esa integración.
Importantísimo es educar, conmover y movilizar las juventudes latinoamericanas con el ideario de construcción de su “Patria Grande”. Mientras tanto, quedamos a la espera de líderes y voluntades políticas más inteligentes, determinadas y apasionadas para dar nuevo ímpetu regional, nuevas realizaciones concretas y nuevos horizontes a la integración y unidad latinoamericanas.
En el Bicentenario de la Independencia de los países latinoamericanos tengamos bien presente que esa integración es condición necesaria para reafirmar hoy nuestra independencia contra todas las amenazas de nuevas modalidades de colonizaciones económicas, culturales e ideológicas que ya mismo atentan contra el bien de nuestros pueblos.
TE PUEDE INTERESAR