El pasado jueves 13 de octubre se cumplieron 50 años del accidente aéreo en la cordillera de los Andes que llevaba al grupo de jugadores de rugby del Colegio Christian Brothers, junto a amigos y familiares, a Santiago de Chile y se perdió en la nieve.
De 45 personas que viajaron, entre tripulantes y pasajeros, solo sobrevivieron 16, que fueron encontrados milagrosamente 72 días después a punto de desfallecer. Fueron rescatados por la Gendarmería chilena luego de ser advertidos por sus compañeros Parrado y Canessa, tras una caminata heroica, atravesando la cordillera durante 10 días.
La ceremonia central del acto recordatorio fue una solemne y emotiva misa oficiada por el arzobispo de Montevideo monseñor Daniel Sturla y concelebrada por una decena de sacerdotes, varios de ellos amigos personales de los viajeros. El Coro Stella Maris, de exalumnos y padres de alumnos del Colegio, dirigido por Martin Bergengruen, acompañó todo el acto con canciones religiosas muy sensibles.
En su impactante homilía, el arzobispo Sturla hizo hincapié en la señal de Fe y Esperanza que dejaba el hecho que se conmemoraba: “la frágil tela entre la vida y la muerte”, y que el grupo de muchachos con un invalorable espíritu de cuerpo, de equipo y de comunidad, al realizar un pacto o alianza, vivió en comunión esos 70 días y sobrevivió, y también murió, con una inquebrantable entrega en Dios.
Citó la carta de Coco Nicolich antes de abandonarlos: “Nuestra fe en Dios es increíble. Me voy con Él”.
Valoró la formación recibida por los viajeros en sus hogares y en el colegio católico al que concurrían, “como elemento de fortaleza y templanza ante la adversidad”. Agradeció a María Virgen Madre, que hubiese escuchado el Rosario diario que todos rezaban cada noche cuando Carlitos Páez lo iniciaba con devoción, dijo Sturla.
Estuve presente, como hace 50 años en el mismo gimnasio, y escuché esa vez la declaración honesta y valiente de los sobrevivientes al regresar de Chile ante una multitud todavía desconcertada y llena de dudas.
El aplauso de aquella noche fue tan espontáneo y sonoro como el del jueves pasado cuando hablaron al público algunos sobrevivientes como Gustavo Zerbino, las hermanas de los fallecidos Pérez del Castillo y Maspons y Hermanos del colegio.
Respeto, emoción, alegría y dolor, pero comunión de sentimientos tan afectuosos y nobles como la obra que realiza desde aquel entonces la Biblioteca “Nuestros hijos”, fundada por las madres de quienes quedaron en la nieve y, sobreponiéndose a tal dolor, volcaron todo su amor al prójimo haciendo una encomiable obra social, material y espiritual, que perdura y crece cada vez.
Muchos de los que estábamos en la celebración del 50 aniversario del accidente, recordamos en silencio y con un nudo en la garganta cuando el 21 de diciembre de 1972 se supo la noticia del encuentro de algunos sobrevivientes, y la voz ronca de Carlos Páez Vilaró cuando le anunciaba al Uruguay por radio Carve, quiénes volvían y quiénes quedaban en la nieve para siempre.
Alegría y dolor. Vida y muerte. La población toda, y en especial el gran grupo de familiares y amigos, estábamos como esperando al niño cantor, sabiendo que cada uno que nombraban le quitaba posibilidad a otro de figurar en la lista “de los sobrevivientes”.
Nunca me volvió a pasar una sensación de esa zozobra y, al hablarlo con amigos, coincidimos en lo confuso y dramático de aquella situación. Cada uno la resolvió a su modo, con el corazón partido en dos: cara o cruz.
En todos los casos una oración, obedeciendo a la voluntad divina.
En la misa estaban presentes varias generaciones vinculadas a los protagonistas del vuelo Fairchild 571 de la FAU: padres y madres de los jugadores, hermanos, amigos, parientes directos y lejanos, hijos, yernos y nueras, nietos ya crecidos. Todos juntos y en un clima de sana confraternidad y comprensión. Se dejaba respirar en el aire del gimnasio abarrotado con casi un millar de personas y creo que fue lo que más contentos nos dejó a todos.
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