Hay en el mundo distintas formas de categorizar a las personas. Un buen amigo mío –contador público– dice que “hay tres tipos de personas: las que saben contar y las que no”. También se puede dividir el mundo –creo yo– entre personas que tienen afán de novedad y personas que tienen afán de verdad.
Las personas que tienen afán de novedad se entusiasman con las últimas noticias, las últimas novedades tecnológicas, filosóficas ¡y hasta teológicas! Están atentas a los últimos rumores, ¡y los creen! Siguen de cerca los últimos cambios políticos, las últimas tendencias culturales e ideológicas y a menudo ponen su esperanza y sus ilusiones en ellas. Algunos solo se convierten en “consumistas” de ideas, mientras que otros, se transforman en “consumistas” de cosas: el último celular, la última computadora, el último auto, la última procesadora de alimentos…
¿Todo lo nuevo es malo? ¡No! Hay cosas nuevas muy buenas. Pero, justamente, el criterio para adoptarlas no es que sean nuevas, sino que sean buenas. Es decir, que convengan a la naturaleza humana, que se correspondan con la verdad, que contribuyan a la belleza.
Mientras tanto, las personas con afán de verdad viven más calmada y pausadamente. No corren ni se alborotan tanto. Se toman su tiempo para decantar las cosas. Pueden parecer a los ojos del mundo lentos y con frecuencia anticuados. Pero a menudo son mucho más perspicaces al momento de interpretar la realidad y de prever el futuro que los que tienen afán de novedad. Procuran formarse mucho, aunque se informen poco. Les parecen más importantes los cimientos del edificio del pensamiento, que las veletas que lo coronan. En una palabra, procuran ocuparse de la realidad profunda del ser, en lugar de correr tras las modas. No les preocupa el “qué dirán”: si a alguien buscan agradar, es a Dios.
Lo novedoso, pasa. Hasta hace poco estaba de moda que cada 8 de marzo las feministas desfilaran mostrando algunos de sus atributos más notables, sus pelos pintados y sus cuerpos tatuados. Pero si un día se vuelve moda desfilar usando burkas, lo harán. Desde el punto de vista estético, sería un avance notable…
Hace apenas 50 años, estaban de moda los pantalones anchos, los cuellos anchos y el pelo largo. Nadie usa ya ese tipo de prendas, salvo en fiestas de disfraces. Sí se siguen usando los trajes y los zapatos clásicos… Sobrevivieron al tiempo, porque no eran moda. De modo análogo, lo que sobrevive al tiempo es la verdad y no –por mucho que nieguen su existencia– las ideologías de moda.
El problema de las ideologías es que son sistemas cerrados de pensamiento que se miran el ombligo, en lugar de mirar la realidad. Tratan de acomodar la realidad a sus postulados, en lugar de mirar la realidad para establecer sus postulados. Esta distorsión de la realidad, tarde o temprano, las lleva a la muerte.
Además, las ideologías son producto del error más notable de la historia, que es la pretensión del hombre de matar a Dios: de matar al Absoluto verdadero. Este es el origen de las ideologías. Como el hombre siempre necesita y necesitará de un absoluto, cuando se “mata” –o se deja de lado– al Absoluto verdadero, es necesario sustituirlo por un placebo: por una ideología que absolutice aspectos parciales de la realidad y los convierta en dioses.
El racionalismo, el romanticismo, el cientificismo, el liberalismo, el comunismo, el ecologismo, la ideología de género y otras tantas ideologías absolutizaron, respectivamente, la razón, los sentimientos, la ciencia, la libertad, la ecología, el sexo… Un elemento común a todas ellas es que en un momento de la historia hicieron furor y, en general, bastante daño. Sin embargo, tarde o temprano se apagaron. Hoy apenas quedan restos de casi todas ellas. Solo algunas perviven, remozadas y modernizadas: es el caso del liberalismo y el comunismo, que confluyen en la ideología de género. Pero como son obra humana, son moda y, por tanto, tarde o temprano, perecerán o serán olvidadas: son dioses con pies de barro.
Tan intenso ha sido el esfuerzo por dominar y transformar la realidad que al hombre le viene dada, que hoy se la desprecia. Tanto se ha envanecido el hombre que se cree autor de la verdad. Que no hay otra verdad, ni otra realidad, que la pensada, dicha o fabricada por él. Pero la realidad y la verdad, siempre se imponen. Y si no, que lo diga –si puede– aquel que autopercibiéndose águila saltó de la azotea de un gran edificio…