La cultura postmoderna en la que vivimos sumergidos ha ido generando un estilo de vida cuyos avances tecnológicos no siempre se equiparan con igual desarrollo de la calidad de vida. El hambre de sensaciones, el afán de vivencias y el torbellino de estímulos de la “era de la distracción y de la búsqueda de felicidad” no facilitan experiencias humanas imprescindibles para una vida genuinamente humana. Ciertos sentimientos resultan ajenos, extraños y por tanto descalificados, echados al olvido de la realidad cotidiana o condenados a la extinción. Es el caso de la amabilidad, la ternura o la alegría: aunque propias de un elevado nivel de dignidad humana, han terminado siendo ignoradas o desnaturalizadas.
De tal modo que el abordaje de este tema nos ha requerido superar numerosas objeciones. Esos contenidos podían ser considerados anacrónicos, o fruto de un romanticismo o de un idealismo ingenuos. O propios de un ámbito poético no realista. O de “espíritus inmaduros” incapaces de la objetividad de personalidades autosuficientes y superadas”. Además, un amigo me dijo: “¿Cómo vas a hablar de esos temas en una cultura con un estilo de vida todo lo contrario?”.
Tal vez no pocos podían abandonar apenas leído el título. La situación parecía similar a lo habitual en cualquier psicoterapia cuando se abordan temas resistidos. En otros tiempos eran silenciados los temas de la intimidad sexual; en el mundo de la superficialidad consumista pueden serlo hoy aún más los de la intimidad afectiva.
Con todo, pudo más nuestra convicción de que, por un lado, son de los más nobles rasgos de la condición humana y, por otro, que son imprescindibles para una convivencia feliz. Son de las flores más selectas del jardín de la experiencia humana.
La persona atenta y dispuesta
Llamamos amabilidad al comportamiento social caracterizado por el trato sin dureza, aspereza o rigidez, cordial, sencillo y natural, sin artificio, respetuoso de las normas de educación, atento con los demás y cuidadoso en responder a los derechos del otro. Y en el vocabulario habitual de la persona amable no están ausentes términos como permiso, gracias, perdón, etc.
Entre nosotros, la amabilidad suele ser sinónimo de urbanidad, cortesía, afabilidad, buenos modos… Pero lo importante en una amabilidad genuina es que por debajo de los modales subyace una disposición afectiva que los nutre: sensibilidad a las necesidades ajenas, apertura desinteresada, libre, espontánea y natural hacia el prójimo. Fruto de su madurez psicológica, la persona amable es solidaria y afectuosa, generosa y altruista, de fácil sintonía con el otro.
Capaz de empatía, resulta agradable, genera simpatía en su entorno y es particularmente cuidadosa de no herir ni causar molestia a los demás. No invade, promueve confianza y tiene tacto para saber hablar o callar cuando sea oportuno. Escucha sin prisa. Deja hablar y no se anticipa antes de que el otro no haya expresado lo que necesita decir. Al ser amable, da amor y, por tanto, como consecuencia natural, resulta amabilis, digno de amor.
Asume una “mirada positiva y benévola hacia todo otro” y es capaz de alentar, reconfortar, apoyar. G. Chesterton, valorizando la “constante actitud de deferencia” del hombre cortés, acota una reflexión divertida pero hondamente significativa: “Un amigo mío decía de alguien que hasta era capaz de presentar sus excusas al gato”. Pero luego cala, como solo él sabe hacerlo, en la profundidad del valor de la amabilidad, diciendo de una personalidad: “Para él un hombre era siempre un hombre que no desaparecía en la muchedumbre. Nunca existió un hombre que se mirara en esos ojos ardientes sin tener la certeza de que se interesaba realmente por él, por su propia vida individual, de que él en persona era tomado en serio”.
En ocasiones, la amabilidad es llamada también afabilidad, la comunicación verbal mediante la cual ”el acceso le resulta fácil a los inferiores” y, por tanto, “se sienten escuchados con benevolencia”. En nuestra sabiduría tradicional se le atribuyó tal valor a la amabilidad que en ocasiones fue considerada una exigencia social irrenunciable. Se pensaba: “Todo ser humano está obligado a ser amable con los demás, porque sin amabilidad la convivencia puede hacerse inhumana”. Aunque no podemos obligar judicialmente a los hombres a ser amables, si ella falta, no podemos vivir la convivencia con alegría. Y sin alegría, la vida humana es imposible. En consecuencia: amabilidad y alegría se necesitan mutuamente.
Ante lo delicado
La ternura es una experiencia de amor particularmente puro y gratuito, en la que el objeto (que pueden ser personas, seres vivos, cosas…) es vivido como merecedor de cariño por su dulzura, delicadeza o inocencia. Más que un sentimiento, es una “actitud del corazón”, de un amor sin afán de posesión egoísta, de especial respeto por aquello que se ama, con cierto temor de hacerle daño o coartar su libertad. Más bien predomina el gusto por contemplar y valorar lo bello y sagrado que encuentro allí.
La persona capaz de ternura es cálida, sensible, afectuosa, que se expresa con sinceridad y cariño y despierta a su vez sentimientos similares. Y es alegría de lo más genuina la que se experimenta ante mensajes de ternura, como el de aquella cita bíblica: “Hijo, trátate bien. No te prives de pasar un día feliz” (Si 14, 11.14).
La ternura no tiene nada de veleidad poética ni de suavidad o dulzura melosas, sino de sólida madurez y exquisita dignidad, propia de los que llamaríamos genuinos “espíritus superiores”. Y requiere desprendimiento y profundidad de espíritu; por eso es una experiencia de pocos, como piedra preciosa no fácil de encontrar. El “ruido” del estilo de vida actual le quita serenidad a las mentes y a los corazones, y sin ella la ternura es imposible. Se ha dicho que la ternura es la expresión más serena, bella y firme del amor.
El amor a la vida
La alegría es un estado de ánimo que brota de un amor a la vida. Es una disposición que puede extenderse desde mi existencia a toda la realidad: la convicción de que las cosas tienen sentido y que la existencia vale la pena. Por tanto, de la aprobación de estar vivos y de participar de la vida y del mundo nace el temple anímico gozoso que llamamos alegría.
Más que un sentimiento, que puede ser vivencia pasajera, la alegría es una forma de estar en el mundo con la experiencia primordial de gratitud por la vida y por las cosas, que me han sido dadas gratuitamente, no por merecimiento ni por justicia. Así, con esa alegría conviven la confianza en el mundo y la paz de espíritu con uno mismo. Se podría decir que la alegría es un pacto de reconciliación y consentimiento con la realidad.
Siempre tiene que haber una razón que justifique una alegría genuina: la nacida de la sola y ciega necesidad de sentirme bien y de huir de los males no es más que el fruto de una estimulación artificial (alcohol, droga, sexo…), que cuesta mantener en vigencia y que “no satisface al alma”. Esto nos lleva a la comprensión de por qué la depresión es el rasgo dominante que define el carácter del mundo actual. “El hombre se ha transformado en “homo consumens”. Trata de compensar su vacío interior mediante un consumo permanente y cada día mayor… como reacción frente a la depresión y la ansiedad. Parece activo, y en su ser más profundo es una persona ansiosa, solitaria, deprimida y hastiada. …Podría definirse el hastío como ese tipo de depresión crónica que trata de ser compensada por el consumo”. (E. Fromm).
Una especial versión de la alegría es la nacida del “ser con otros”. La realidad de la presencia del otro suscita una “alegría substancial”. La vida humana tiene asignado un destino compartido y el asumir la vida como tal genera eso que llamamos “amor”, que no es otra cosa que “alegrarse de que el otro exista y desearle el bien”. Alguien dijo con acierto que “la alegría del corazón” es el fruto agradable de haberse liberado del egocentrismo”. Acaso no exista un infortunio mayor que el ser incapaz de amar, porque sin amor no puede haber alegría. La indiferencia no sabe de alegría y en eso consisten la depresión, el hastío y la acedia, que envenenan la vida moderna.
Amabilidad, ternura y alegría son complementarias y necesarias. La persona amable y capaz de ternura trata bien a los otros y a las cosas y goza con eso. Admira la belleza de la existencia y se alegra de sentir vivo al mundo. Se trata bien a sí misma y disfruta de la paz, que significa consentimiento feliz con Dios, con los otros, con el mundo y consigo.
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