“La filosofía de cada época y de cada país ha sido por lo común la razón, el principio o el sentimiento más dominante y más general que ha gobernado los actos de su vida y de su conducta. Y esa razón ha emanado de las necesidades más imperiosas de cada período y de cada país. Es así como ha existido una filosofía oriental, una filosofía griega, una filosofía romana, una filosofía alemana, una filosofía inglesa, una filosofía francesa y, como es necesario que exista, una filosofía americana”.
J. B. Alberdi, Escritos póstumos.
La reciente victoria electoral de Javier Milei en nuestro vecino país y la intriga que despierta su proyecto, en el que el concepto de libertad parece ocupar un lugar central, vuelve a poner en debate el problema de la identidad cultural de América Latina. Más allá de las coincidencias o desavenencias que las propuestas del futuro mandatario puedan generar –aun en nuestro país– resulta oportuna la mención que realizó en su primer discurso como presidente electo reivindicando el papel de Juan Bautista Alberdi en la construcción de la República Argentina.
La referencia a Alberdi no solo nos ayuda a situarnos en el hemisferio ideológico de Milei, sino que también nos lleva a reflexionar sobre los diferentes proyectos o formas de entender nuestra América desde el inicio de la vida independiente de sus Estados. Así, nos parece imprescindible volver a poner en discusión el papel que jugaron en la actual configuración geopolítica de nuestra región no solo Alberdi, sino también otros personajes que supieron conjugar la labor política con la intelectual, como el eximio Andrés Bello, que fue maestro de Simón Bolívar, nuestro José Pedro Varela, más tardíamente José Enrique Rodó y el mexicano José Vasconcelos, para nombrar algunos.
Sin embargo, también hay que decir que en nuestra América, en líneas generales, han palpitado con igual fuerza dos corrientes de pensamiento que han tenido posturas opuestas frente a los dilemas nacionales que a cada país le ha tocado resolver: positivismo y espiritualismo. Por recurrentes que puedan parecer estas dos categorías, ambas son imprescindibles si se quiere comprender –desde lo macro– los procesos de construcción de la institucionalidad republicana de América Latina. Porque semejante proceso no solo abarca los problemas de gobierno y legislación, sino también los educativos y culturales, tan fundamentales como los anteriores.
Además, la pugna entre el positivismo y el espiritualismo continuará siendo a lo largo de las primeras décadas del siglo XX el hilo conductor de las discusiones acerca de cómo debería ser el proceso de modernización –no solo tecnológica, sino también social– en las nacientes repúblicas.
Civilización y barbarie
La vida intelectual y política de Alberdi no puede desprenderse de los caóticos primeros momentos de nuestra vida independiente, que provocaron el estallido de la Guerra Grande (1839-1851). En definitiva, este conflicto fue la consecuencia natural del choque de dos proyectos de América que pugnaban por ganar el poder político.
Por un lado, estaban los unitarios, hombres ilustrados, de formación netamente europeísta como Alberdi y Sarmiento. Por el otro, estaban los federales de Juan Manuel Rosas, que no solo se oponían al centralismo porteño reivindicando la autonomía de las provincias, sino que también representaban los intereses de la población rural, que era considerada como “bárbara” desde la capital.
En este contexto de enfrentamientos políticos, la llegada de Rosas al poder determinó el exilio en Montevideo de muchos integrantes de esta clase ilustrada que buscaron continuar la campaña política desde sus columnas periodísticas.
De esa forma, si bien Alberdi tuvo sus inicios en los encuentros literarios organizados en Buenos Aires con Esteban Echevarría y Juan María Gutiérrez, comenzó a participar activamente en los debates periodísticos en Montevideo, en 1838. En aquel mismo año apareció el periódico El iniciador, dirigido por el uruguayo Andrés Lamas y el argentino Miguel Cané, y fue el medio en el que los jóvenes románticos porteños defendieron sus postulados sansimonistas (una suerte de socialismo no marxista), desdeñando explícitamente al espiritualismo ecléctico.
Sin embargo, la historia, o mejor dicho el pulso de la vida, que es amante de las paradojas, quiso que el primer Alberdi fuera una de las cabezas más notables de nuestro nacionalismo filosófico, considerando con cierta vehemencia que el trasplante de filosofías foráneas desde Europa no era la solución para los problemas inmediatos de nuestra América. Así, en Montevideo, en 1840, con motivo de dictar un curso de filosofía, Alberdi expresó los postulados de lo que para él debía ser la filosofía americana, destacándose en este punto un fuerte nacionalismo que de algún modo iba en contradicción con algunos postulados de las corrientes filosóficas seguidas por sus compañeros de generación.
“Hemos nombrado la filosofía americana y es preciso que hagamos ver que ella puede existir, una filosofía completa es la que resuelve los problemas que interesan a la humanidad. Una filosofía contemporánea es la que resuelve los problemas que interesan al momento. Americana será la que resuelva el problema de los destinos americanos. La filosofía, pues, una en sus elementos fundamentales, como la humanidad, es varia en sus aplicaciones nacionales y temporales” (Alberdi, Escritos póstumos).
Según el filósofo argentino Alejandro Korn, la idea de Alberdi de promover una filosofía americana no solo la alejaría de la estéril imitación de lo europeo, sino que sería a través de enfrentar las realidades profundas de la nación como la filosofía nacional encontraría sus propios objetos filosóficos. Sin embargo, en la práctica, Alberdi no llegó a concretar la tal mentada originalidad, siendo al final de cuentas, al igual que muchos de sus contemporáneos, un adaptador de filosofemas angloamericanos.
Iniciadores del diseño positivista de cuño angloamericano de nuestra América Latina
Después de la batalla de Caseros, puede decirse que los iniciadores del positivismo argentino fueron Alberdi, Sarmiento y Mitre, o mejor dicho quienes lo llevaron a la práctica. Aunque no se trataba de un positivismo stricto sensu, ya que, como dijimos, Alberdi era un sansimoniano de acento personal que había asimilado vigorosamente los postulados de Comte. En su programa de filosofía aplicada fue evidente su actitud desdeñosa hacia la metafísica, siendo manifiesto su énfasis en las preocupaciones realistas, utilitarias y sociológicas. Justamente, en este periodo confronta y critica nuestra herencia hispánica, decidiéndose por el progreso de Estados Unidos de América. No hay que olvidar tampoco el papel jugado por Sarmiento en la política cultural de cuño norteamericano, la misma que nuestro positivista J. P. Varela introdujo en Uruguay.
Así, Alberdi a pesar de haber afirmado que “la Constitución que no es original es mala, pues ha de estar en armonía con las necesidades del país y debe ser la expresión de una combinación especial de hechos, de hombres, y de cosas en el país que ha de constituirse”, prefirió copiar las características sustanciales de la Constitución de Estados Unidos, adaptándolas a las necesidades de la Constitución argentina de 1853. Así implantó un modelo que fue íntegramente basado en experiencias extranjeras, en una Argentina que por diversas características espaciales y culturales era muy distinta de las colonias británicas norteamericanas.
Una América Latina orgullosa de su hispanidad
En contrapartida a las ideas de Alberdi y Sarmiento, y a la expansión utilitaria del positivismo, comenzó a cobrar nuevamente fuerza un movimiento espiritualista de la mano de José E. Rodó y posteriormente del mexicano José Vasconcelos, en el que convergían los valores grecolatinos, hispánicos y católicos con los valores aportados por la cultura criolla, fundada a través de un lento proceso de mestizaje.
Uno de los puntos importantes que destacar es la diferencia entre la colonización de Norteamérica y la de América Latina. En la primera no hubo casi mezclas interraciales, en cambio en nuestra América católica el mestizaje se convirtió en un nuevo espacio en el que se fusionaron pueblos de orígenes diversos.
Así, en La raza cósmica, Vasconcelos realiza un análisis del futuro de la humanidad en el que concede una vital importancia al argumento de síntesis que protagonizará el mestizaje. Debido a la herencia cultural hispánica y católica de América del Sur, será allí donde se producirá el surgimiento de una nueva civilización, una nueva raza, la que denomina “raza cósmica”, superadora, por integración, de las diferencias interraciales. De algún modo, esta raza cósmica tiene importantes similitudes con el espíritu volátil de Ariel cuando expresaba: “Tenemos –los americanos latinos– una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro”.
En conclusión, el revisionismo actual en Argentina en torno a las ideas de Alberdi debería significar un retorno a la reflexión sobre los problemas originales de América Latina en un momento crucial para definir nuestro futuro, no ya a la sombra de las modas impuestas por las potencias, sino a través del propio argumento de nuestra historia.
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