Hubo años que bien podríamos llamar “dorados” porque existían hogares lo suficientemente aptos como dar todos los cuidados necesarios a las personas mayores. Lo mismo solía suceder con familiares discapacitados, a quienes se los cuidaba y atendía no solo con responsabilidad sino con amor –la responsabilidad forma parte del amor– tal como todos merecemos. Tanto el volvernos viejos como ser discapacitados o presentar cualquier otra característica semi invalidante o invalidante, es un rasgo de la persona, pero no su esencia, y así se entendía, de modo que se sabía qué hacer con ella en, naturalmente, familias sanas y normales.
A medida que los años pasaron y se modificó la economía y los valores nacionales y mundiales, todo cambió. Hoy, lamentablemente, en una sociedad que premia y elogia el éxito y la juventud, los adultos mayores se encuentran expuestos a una situación de fragilidad, sobre todo ante de la decadencia que ha sufrido la familia como institución social.
En esa medida, parece correspondiente que el Estado desarrolle y articule políticas que tengan como foco mejorar la vida de este segmento de nuestra población. Por fortuna, existe en nuestro país la Fundación Astur, que “aboga por reformas urgentes” para resolver estas problemáticas.
En julio de 2024 La Mañana brindó extenso material a sus lectores, informándonos al respecto con suma claridad. Allí se puso de manifiesto que el vicepresidente de la Asociación de Residenciales del Adulto Mayor (Aderama), Sr. Gerardo Notte, siente una gran inquietud por la situación que padecen los mayores de edad en lugares que no tienen habilitación para ejercer como tales pero que lo hacen “escondiéndose”, o sea, evitando cumplir con los requisitos exigidos por el omnipotente Estado. De 1260, solo 221 presentan todo lo solicitado. El requisito más costoso es el permiso de Bomberos, y es por eso por lo que muchos se lo saltean… o al menos, usan tal trasgresión como excusa para ahorrarse unos cuantos pesos. Así, nos enteramos con cierta frecuencia de que se incendió un “residencial” aquí o allá (en lo que va de 2024, al menos cuatro incendios se cobraron la vida de varios ancianos residentes). No son los primeros casos ni serán los últimos, ciertamente.
Si hablamos de cifras, tenemos a casi 20.000 uruguayos viviendo en alojamientos para ancianos, muchos de los cuales son ilegales. La única explicación coherente para esto es que la familia está avasallada por el poder estatal y que en lugar de pensar en ella como un aliado que podría ayudar excelentemente a sustentar los “hogares”, bastantes veces se la ignora. No será el caso de todas, pero sí de muchas que por amor y responsabilidad saben que les corresponde apuntalar y hacerse cargo, y tienen los “cómo”, o sea, podrían coadyuvar con sus propios medios a ciertos residenciales.
Las variaciones en la multifactorial problemática que plantea Aderama, son solo un englobe de unas cuantas dificultades, pero no las únicas. No se menciona en lo más mínimo el mal, el daño emocional que se les genera irremediablemente a los viejecitos ni a sus familiares, ya que si bien una institucionalización puede ser la respuesta a un montón de obstáculos e incomodidades que causan estrés, malestar y hasta violencia en muchos hogares, está muy lejos de constituir una verdadera solución. La reducción de los espacios familiares de convivencia, las dificultades económicas del propio anciano, que quizás cobre una magra pensión o jubilación, y otros factores son de por sí muy difíciles de superar. Pero el más doloroso es el incluirlos en la cultura del descarte.
La cultura del descarte arremete sin piedad contra los más vulnerables: niños por nacer, embarazadas, niños en general, enfermos y ancianos. Es en esta línea que banalizamos la vida del abuelo y de la abuela, aquellas personas que no hicieron más que sumar amor y ternura a nuestra infancia. Ellos fueron referentes insustituibles, muy distintos a los padres, hermanos, tíos o quien fuere. Nos hicieron divertir, disfrutar, aprender, amar, respetar, conocer, cuestionarnos, ser curiosos y creativos, reír y a veces llorar. Hoy nos toca verlos partir con su pequeño equipaje rumbo a una casa de salud o residencial para ancianos, en donde sabemos que sí o sí van a sufrir soledad, temores y carencias ocultas que tal vez ni siquiera nos puedan comunicar. Se apagarán silenciosamente, resignadamente, como velitas.
¿Es un destino inevitable? Si creemos que sí, ¿por qué lo creemos? ¿De verdad estamos incapacitados para mejorar estas inadmisibles historias “tapadas” de abandono porque formamos ese caparazón en el corazón que ojalá jamás hubiéramos formado?
Con el ejemplo se educa. Por el ejemplo se repiten historias.
*Psicóloga
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