El próximo 15 de febrero inicia la nueva legislatura con la jura de los senadores y diputados electos, en el año que se conmemora el centenario del Palacio Legislativo y el bicentenario de la declaración de las leyes de Independencia, Unión y Pabellón de la Provincia Oriental. En el trayecto histórico, nuestro país ha ido fortaleciendo su democracia y la república, alcanzando en las últimas cuatro décadas una estabilidad social e institucional evidentes, con alternancia en el gobierno de diferentes partidos políticos.
La Corporación Latinobarómetro en su Informe 2024 considera que en América Latina “la única democracia consolidada podría ser la uruguaya” y que el resto de los países cae en la categoría de “no consolidadas” o “imperfectas”. No obstante, conviene no quedarse con estos títulos e indagar más profundamente para tener algunas pistas que nos orienten en esta reflexión.
Analizando las cifras de ese informe, observamos que Uruguay es el país de la región con mayor nivel de confianza en los partidos políticos, aunque solo alcanza el 36%, y en el Parlamento con el 49%. Desde hace tiempo advertimos en estas páginas sobre la persistencia de estos preocupantes indicadores. De poco sirve el consuelo de ser los mejores de la clase cuando más de la mitad de los uruguayos se manifiesta así sobre los partidos y sus representantes. Sin embargo, la mayoría de los uruguayos (64%) considera que no puede haber democracia sin partidos políticos, confían en que su voto puede cambiar el futuro (74%) e incluso se sienten cercanos a algún partido (62%).
Para los uruguayos “el gobierno” y las “grandes empresas” son los que tienen más poder en el país, por encima de los partidos políticos y el Parlamento y otras instituciones. Lo que es muy interesante es cruzar este dato con la pregunta “¿Para quién se gobierna?”. Aquí el 62% de los compatriotas considera que se gobierna para grupos poderosos en su propio beneficio y solo un 33% cree que se gobierna para el bien de todo el pueblo. Esto contrasta notablemente con los números del gobierno de Nayib Bukele en El Salvador, donde el 62% opina que se gobierna para la mayoría.
En el informe se hacen algunas apreciaciones generales interesantes de las que tomamos nota. Señalan que “la falencia de la democracia en solucionar los problemas la castiga fuertemente” y que “los partidos fracasan en esas respuestas, deteriorándose como instituciones permanentes del régimen democrático”. “Se agotan los partidos”, alertan. Sostienen además que “la región no tiene el apoyo económico de una ‘Unión Europea’. Muy por el contrario, estamos expuestos a la globalización y el capitalismo financiero sin piedad”, dice el documento.
Adicionalmente, vale puntualizar que Uruguay aparece con un nivel relativamente bajo de percepción de corrupción en comparación con otros países de la región, aunque una proporción significativa de la población (más del 40%) cree que el país está perdiendo la batalla contra el narcotráfico y el crimen organizado, e incluso que es una batalla que no se puede ganar.
El laboratorio de las leyes
Aterricemos aquellos pensamientos e indicadores a lo que fue la actuación parlamentaria del último quinquenio para tratar de entender algunas situaciones y aprender lecciones. Es comprensible que la mayoría de los uruguayos coloque al gobierno-Poder Ejecutivo en la cúspide del poder, en la medida que, entre otras cosas, los más importantes proyectos de ley tienen la iniciativa del presidente y sus ministros, por ejemplo, la Ley de Urgente Consideración y la reforma de la seguridad social. Es ciertamente muy difícil que una ley con transformaciones de fondo surja por iniciativa de algún legislador particular.
Ni que hablar de los llamados contratos-ley, aquellos por los que el Poder Ejecutivo compromete al Estado por varias administraciones en concesiones a empresas, sin que el Parlamento tenga ni siquiera conocimiento de las negociaciones y condiciones pactadas. Algo que trató de modificarse a través de un proyecto de ley que obligaba a la venia del Senado, pero que fue olímpicamente ignorado.
Es bastante lógico que la población considere que se gobierna para los más poderosos cuando los vetos del Poder Ejecutivo estuvieron dirigidos a proyectos de ley que regulaban la actuación de grandes empresas forestales y de los grupos titulares de la concesión de los medios de comunicación audiovisual. E incluso, cuando el Senado tuvo la oportunidad de legislar contra la usura, se diera una bochornosa sesión en la que varios legisladores cambiaron su voto a último momento encajonando el proyecto.
Cualquiera que frecuente regularmente el Palacio Legislativo sabe de la asidua presencia de lobistas que visitan a los legisladores en sus despachos o que participan intensamente en las comisiones parlamentarias, a veces con dudosa autoridad para pronunciarse en nombre de colectivos y sobre muy diversos asuntos. En Estados Unidos el lobby está regulado por la Ley de Divulgación del Lobbying (Lobbying Disclosure Act) y la Ley de Ética en el Gobierno (Ethics in Government Act) que exige a toda persona o empresa que haga lobby ante el Congreso o el Poder Ejecutivo y supere un umbral de ingresos o gastos deba registrarse e indicar qué clientes representa, qué temas trata y cuánto dinero gasta en actividades de lobby. Los exsenadores y funcionarios de alto nivel tienen períodos de “enfriamiento” en los cuales no pueden hacer lobby sobre asuntos en los que trabajaron mientras estaban en el gobierno. Además, se obliga a cualquier persona que represente intereses de gobiernos o entidades extranjeras a registrarse y presentar informes detallados de sus actividades.
Preocupa escuchar algunas manifestaciones de referentes políticos del Frente Amplio señalando que podrían derogar o modificar normas que fueron refrendadas por la gente a través de consultas populares. Concretamente nos referimos a artículos de la Ley de Urgente Consideración y al voto de los uruguayos en el exterior. Sería muy lamentable que se vuelva a desconocer la voluntad expresa de la ciudadanía, como sucedió en el año 2011 con la ley interpretativa de la Ley de Caducidad. En este período de gobierno, por el contrario, se respetó con el tema de los allanamientos nocturnos.
Es bastante frustrante ver a varios legisladores disputando quién presenta primero un proyecto de ley sobre algún tema para poder colocarse la medalla, lo que lleva en varias ocasiones a presentar prácticamente textos en borrador. Todo esto va desacreditando, fundamentalmente a nivel de los expertos de cada disciplina, que luego se espantan de ver la redacción de algunos proyectos de ley. Igual de reprochable es la actitud de copiar los proyectos con mínimas modificaciones para detentar la autoría, sobre todo si lo hace el Poder Ejecutivo como ha sucedido en distintas oportunidades, con afán de protagonismo.
Por otro lado, la difusión a través de Youtube de las sesiones del Parlamento, si bien obviamente contribuye a mejorar el acceso de la ciudadanía a conocer de primera mano la actuación de los legisladores durante los plenarios, también ha generado un efecto adverso por el cual varios se ven tentados de aprovechar sus minutos de exposición para producir videos virales en las redes sociales y en definitiva provoca un “diálogo de sordos” en el recinto, donde debe llamarse la atención reiteradamente para mantener el quorum. Podría parecer un asunto menor, pero realmente distorsiona el normal funcionamiento en varias instancias, al igual que el uso compulsivo de los celulares.
La ciudadanía no conoce realmente qué hacen los legisladores. Debería ser obligatoria la presentación y difusión de la rendición de cuentas de cada uno al final del quinquenio. No para saber el dato de color de quién habló más minutos o firmó más proyectos de ley, sino sobre todo para saber en qué temas estuvo trabajando concretamente, qué pudo lograr y qué no.
Desde el Parlamento puede hacerse mucho para contribuir a gobernar “para el bien de todo el pueblo” y para devolver la confianza en los partidos políticos. Estos deberían ser dos objetivos fundamentales para los referentes políticos tanto del oficialismo como de la oposición, que tienen –todos– la responsabilidad de sostener la democracia y la república en nuestro país, pero orientados al bien común.
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