Las nuevas ideologías parecen haberse convertido en la novedosa órbita por la que transitan no solo los discursos políticos nacionales e internacionales, sino también científicos y académicos. Tanto es así, que tras la reunión del Foro Económico Mundial en Davos, en enero de este año, la polémica en los medios de comunicación y las plataformas digitales estuvo centrada en la alocución del presidente argentino y el tímido aplauso que suscitaron sus palabras entre los asistentes.
¿Por qué ha causado tanto furor lo que décadas atrás hubiera sido un episodio normal de la escena política? Lo cierto es que así como se habla de uniformización de la cultura para referirse a la pérdida de tradiciones folclóricas, algo similar sucede en el ámbito de las ideas, en el que a las nuevas generaciones les cuesta distinguir las fronteras entre el ideario liberal, el conservador y el socialista, por ejemplo.
Cualquier estudioso de historia de las ideas y ciencias políticas sabe que las categorías pueden ser simplificaciones. A pesar de que cada una de ellas mantiene una égida de valores subyacentes, han ofrecido siempre múltiples combinaciones entre sí. Probablemente, un efecto de esa multiplicidad sea cómplice del actual grado de confusión y de homogenización, sobre todo en ciertas áreas cruciales como la economía, pero también en la política y las ciencias sociales, en las que la nueva agenda de derechos parece ser un catecismo único.
Lo interesante es cómo en tan poco tiempo se impregnaron los medios de información y hasta la academia de esta ola ideologizante que pone énfasis en los problemas identitarios de la ciudadanía y no en sus problemas reales. Hay que aclarar que no son problemas identitarios subjetivos, sino más bien intersubjetivos, porque apelan a una idea de grupo en el que se comparten los mismos pareceres, gustos y tendencias, pero también miedos y odios.
Un análisis histórico deja ver que este movimiento no se popularizó a través de un gesto intelectual espontáneo, sino que fue cuidadosamente inoculado en las universidades a través del modelo de la Crítica cultural –como la llaman los latinoamericanos– o los Estudios culturales, nombre que los británicos dieron a esta tendencia desmembradora de la tradición occidental.
En definitiva, lo que está de fondo era lo que Gramsci manifestaba en sus Cuadernos de la Cárcel como la necesidad de llevar adelante una batalla ideológica. El fin de esta batalla era el menoscabo de la cultura tradicional para dar nacimiento a una nueva que fuera utilitaria a la lucha de clases.
En la segunda mitad del siglo XX, las corrientes intelectuales de la izquierda europea consideraron imprescindible renovar el marxismo y alejarlo del socialismo real de la Unión Soviética. Los actores principales de esta tendencia fueron la Escuela de Fráncfort y el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos en la Universidad de Birmingham.
Con distintos enfoques, ambas escuelas dieron un giro de 180 grados a las Humanidades. No se trataba ya de adquirir a través del conocimiento el acervo de la cultura occidental, sino de criticarlo, fragmentarlo y disecarlo para recomponerlo luego, bajo otra forma y otro relato.
Varias décadas después sus efectos son evidentes. Ya no se aprecia el valor de los clásicos ni de lo que se llamó la alta cultura. Y se ha perdido la idea de unidad en un sentido social y civilizatorio. Siendo esta una de las razones del fanatismo con el que los jóvenes y no tan jóvenes levantan banderas que tienden únicamente a la fragmentación. El éxito de las nuevas ideologías de la identidad es haber instalado la idea de que la sociedad está compuesta por distintos subgrupos enfrentados entre sí. El reduccionismo se hace evidente, por ejemplo, cuando escuchamos formulaciones tales como: “La historia es patriarcal”; o en el campo de la alimentación, cuando ciertos grupos que basan su identidad en lo que comen reclaman por el asesinato de las vacas.
Probablemente lo peor de este caso sea que las elites globales que se reúnen en Davos han sido promotoras activas de esta nueva agenda cultural, que se ha ampliado tras la guerra en el Este de Europa, añadiéndole también la cuestión de la transformación energética y los peligros del cambio climático. En ese sentido, las palabras del mandatario argentino, que hacían referencia a los postulados clásicos del liberalismo, parecían sacadas de contexto en un lugar donde desde hace una década se viene cultivando un monodiscurso, en el que lo políticamente correcto vale mucho más que un juicio de valor, y donde los postulados clásicos han perdido vigencia.
Por esa razón el lema de este año en Davos fue “Reconstruir la confianza”, no solo en referencia a los sobresaltos que han sufrido las cadenas globales de valor con la guerra entre Rusia y Ucrania y los actuales problemas que asaltan el pasaje marítimo del Mar Rojo, sino, más bien, en referencia al aumento de la disconformidad social y al consecuente posible cambio de escenarios en la esfera política, principalmente europea y estadounidense. No solo Trump amenaza mover el tablero, también la AFD (Alternative für Deutschland), que según las encuestas está en segundo lugar en Alemania.
En definitiva, el Foro Económico Mundial se presenta como un espacio demiúrgico en el que las elites globales se consideran portadoras del deber de transformar el mundo. En ese sentido, las alocuciones de Emanuel Macron son representativas del nuevo proyecto global que la UE y algunos sectores de Estados Unidos buscan impulsar: la transformación de la matriz energética bajo un nuevo modelo de organización social que sea “más amigable con el medioambiente”. Y en esa línea están los planes de reducción de las cabañas ganaderas en Europa.
Pero el rechazo a estas políticas parece cobrar cada día más adeptos. Tal como sucedió con los agricultores alemanes -o los agricultores franceses en el día de hoy- que paralizaron su país para protestar en contra de las medidas del Pacto Verde de la UE, pero también para defender una forma de vida.
No parece descabellado pensar que detrás de esta transformación energética e ideológica hay más móviles geopolíticos y económicos que sociales, ecológicos y climáticos, y que parecen no estar circunscriptos a los intereses de un Estado en particular, sino más bien de una elite global que se siente cómoda trascendiendo fronteras.
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