No es para mal de ninguno
sino para bien de todos
(Martín Fierro)
La Argentina es un país que tiene atrasado su reloj histórico. Como un organismo que ha detenido su evolución, padece de una simbólica “anemia perniciosa” o de una “avitaminosis esencial”. Y hoy muestra una economía a punto de derrumbarse, un conurbano de miseria sin fondo, con un pobreza indigna y una indigencia inhumana, donde se pasa hambre mientras nuestro suelo podría alimentar a 400 millones de personas. La educación se volvió muy precaria y la inseguridad destruye la paz de la vida de todos.
La solución de esta situación trágica no se puede esperar ni de recetas económicas, ni de rectificaciones políticas, ni de planes sociales. Es un árbol que tiene enfermas sus raíces. La esencia de sus males es la disposición anímica de su población, su errónea actitud existencial, su filosofía de vida. Somos nosotros. El trasfondo de esos males es cultural. Si no queremos hablar de una anomalía o enfermedad, podemos denominarla “vitalidad opacada”.
Astenia existencial
En esa cultura enfermiza podemos registrar tres niveles. Una anquilosis intelectual. Se nota una propensión al pensar estereotipado y una falta de flexibilidad mental. Rigidez en las ideas, resistencia a los cambios, adhesión a la repetición de procesos erróneos, dificultad para la aceptación de lo nuevo o no conocido. Cierta tozudez, propensión a la negación de la realidad y al no darse cuenta, dificultad para el reconocimiento de los propios errores. Se buscan resultados exitosos usando mecanismos de comprobado fracaso. A la vez, la educación se ha desbarrancado y la especialización ha estrechado la amplitud de miras.
Desde tiempo atrás se fue creando una imagen del argentino “despierto, inteligente, que se destaca y supera a los de otros países”, pero la realidad de cómo nos va no confirma esa presunción. Por supuesto que hay personalidades con condiciones de excepción, de notable creatividad, pero son casos particulares que no modifican el trasfondo. También se argumenta que somos hábiles y creativos pero es el sistema el que no nos favorece. Pero, ¿quién hace el sistema sino nosotros?
Otro aspecto es la indiferencia emocional. Abunda la indolencia y el desánimo y escasea el compromiso y la respuesta a las dificultades. Se ha ido adormeciendo la dotación emocional profunda y predomina una afectividad superficial y una indiferencia que señala una anestesia de los afectos. Nada importa demasiado y nada “se toma en serio”. Se toleran desvaríos inaceptables y no producen reacción. Un Estado enorme e improductivo, una inflación descomunal y casi única en el mundo, un temible avance del narcotráfico, una indigencia inhumana… persisten “como quien oye llover”. Hay momentos de entusiasmos, de estilo “deportivo”, pero fugaces, inconsistentes y poco serios. Puede decirse que la vida afectiva se redujo a una atonía anímica y a una superficialidad insulsa. Se resiste asumir responsabilidades y estar dispuesto al esfuerzo. La tolerancia a la frustración y la resiliencia han sido suplantadas por el abandono fácil. El empeño esforzado y la voluntad de trabajo y de lucha han perdido vigencia. Hemos sido penetrados por la cultura del todo fácil y al instante, que promete una vida feliz, cómoda y placentera y, al mismo tiempo, gratis, sin fatiga ni sufrimiento. Más aún: la constancia, la seriedad de los proyectos o “la fuerza de voluntad” habitualmente son objeto de burla y descalificación.
El tercer aspecto es la inmanencia espiritual. Nos referimos a la escasa altura de nuestra calidad de vida como personas, al nivel de vuelo “de gorrión y no de águila” en lo que hace a nuestras conductas de la vida diaria. Se han desvalorizado el cumplimiento de la ley, el respeto por el derecho ajeno, la conciencia de lo lícito o ilícito. Hoy no se atiende a nada de eso. Se ha ido degradando nuestro horizonte existencial y nos han inundado la superficialidad y la inautenticidad. En el nivel de los principios, de los valores, de la ética y de la verdad, la carencia es decepcionante y contamina la confianza y la calidad de los vínculos entre las personas. En la vida pública, la mentira, la injusticia y la deshonestidad ya no sorprenden a nadie. Reinan la inconsistencia de las ideas, la flaqueza de las convicciones, la traición de pactos y compromisos, la insinceridad y la falta de franqueza.
La naturalización de la precariedad pública
No es que pretendamos asumir aquí la actitud del consabido sermoneo de “respeto por los valores, la moral y las costumbres”, que es mera declamación o rigorismo moral totalmente inconducentes. No referimos a cuánto ha sido afectado el nivel de nuestra dignidad humana. La corrupción se ha naturalizado, de manera que ya ha dejado de ser una preocupación de primera línea para la mayoría. Y si se la considera inevitable, se permite que crezca sin medida. A veces parece que, en la escena pública, pedir no mentir y no robar fuera demasiado. La novedad de las postulaciones testimoniales ha desestructurado la transparencia política y diluyó la confiabilidad. Además, el pasaje de bando estilo Borocotó contribuyó al ya acumulado desprestigio de los políticos. Y el caso de una candidata a vicepresidenta que elija quién la acompañe como presidente es un ejemplo de lo retorcido de ese tejido poco creíble. ¡Qué deshonra para una sociedad que abunden quienes antepongan intereses personales o partidarios a los intereses de los hermanos de su país! ¿Qué ideología puede justificar no hacer todo lo posible para erradicar el hambre de su Nación? Esta población tolera sin reacción los desatinos de los gobiernos que elige. Y con esa escasez de valores que le den sentido, la vida se convierte para muchos en un durar más que en un existir. Se han debilitado en forma drástica la autenticidad y la valentía.
Aceptamos como válidas todas las críticas que se pueden dirigir a los males del populismo, pero lo cierto es que en la vereda de enfrente no existieron respuestas consistentes ni propuestas de solución. Ese sector apostató del papel histórico que debió asumir. El antipopulismo se dejó infiltrar por el mundo globalizado. No supo poner freno al narcotráfico y le faltó vitalidad para mostrar una oposición de la envergadura necesaria. Por su parte, el empresariado egocéntrico no estuvo a la altura de las circunstancias; lo dominó el “espíritu burgués”(1). Todo estuvo impregnado de una atmósfera equivalente a aquello que los teólogos del pasado, como un mal, llamaron tibieza espiritual.
A vino nuevo, odres nuevos
Ninguna realidad es estática. Todo cambia. Ya lo definieron los antiguos: Vita est motus, la vida es cambio. Y si nada es para siempre y todo se renueva, resulta acorde con el ritmo natural de la cosas la aceptación de la renovación. De modo que el país requiere aproximarse a la aurora de su Reconstrucción.Todo puede mejorarse, pero con tiempo y con empeño: la ansiedad, la impaciencia, la urgencia, son enemigas de la vida. Hay revolucionarios ansiosos que terminan en la esterilidad y en la dispersión de su energía.
La clave parece estar en fortalecer dos columnas fundamentales.: el espíritu de trabajo y la fraternidad. O expresado también así: en la creatividad y la vitalidad, por un lado; y en la convicción del esfuerzo mancomunado, por otro. Porque esto no es fácil y nadie se salva solo. Nadie está excluido de esta convocatoria de la historia, salvo los corruptos y los que mienten, porque “no es para mal de ninguno, sino para bien de todos”.
Pero esto debe nutrirse de la raíz existencial de una vida sana. Lo cual puede resumirse en amor a la vida y gusto por la realidad. Gusto por lo bueno que encierra la realidad que se presenta y nos toca vivir: aceptar lo inevitable y tratar de cambiar lo mejorable. Y sintonizar con la maravilla de la vida y “simpatizar” con lo que crece y se desarrolla. Experimentar satisfacción por una vida productiva, encontrarle sentido a lo que hacemos, sentir que vale la pena vivirlo con plenitud y negarse al estancamiento y la resignación. Cumplir gustosa y animosamente con nuestros trabajos y con nuestros deberes. Y adecuarse al cambio y la renovación. El que encuentra nuevos sentidos hace nuevas todas las cosas.
No hay que esperar que las soluciones vengan de esta Política sino del Pueblo, de una sociedad que a su vez sepa generar una política sana y la sustente. Y para que todo esto sea posible, el hombre argentino debe ser capaz de volver a orar. Creyentes y no creyentes deben pedir su ayuda a la Luz que protege a los hombres y guía a los pueblos.
(1)Se suele calificar como “espíritu burgués” a la mentalidad y la filosofía de vida centrada en el afán de lucro y en la sobrevaloración de lo económico y de la riqueza. Supone un individualismo hedonista y egoísta, estrecho de miras, orientado sólo a la comodidad y falto de generosidad y de valores espirituales. El concepto estuvo muy en boga en la primera mitad del siglo XX.
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