La Real Academia Española no da una definición de “dignidad” capaz de expresar a cabalidad el concepto de “dignidad humana”. Sí lo expresa de algún modo, el término “digno”: “Merecedor de algo”; “correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo”.
Corresponde por tanto, a la condición de persona, por el mero hecho de serlo, una cierta dignidad. Y como la persona es el ser más perfecto que hay en la naturaleza –no hay otro que como ella posea inteligencia, voluntad, y libertad- es el ser más digno, el más merecedor de respeto entre todos.
Por eso, el Art. 1º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Nuestra Constitución establece algo similar en su Art. 8º: “Todas las personas son iguales ante la ley no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes”.
Wilson Ferreira solía contar una anécdota de un extranjero que, en tránsito hacia Buenos Aires, recaló en el puerto de Montevideo. Allí se puso a conversar con un humilde paisanito que le dijo: -“Ud. debería quedarse acá”- El extranjero preguntó por qué, y el criollo le respondió: “Porque aquí nadie es más que naides”. Por eso, porque todos valemos lo mismo, en nuestra Patria hay comportamientos que no son admisibles.
Entre estos comportamientos no admisibles, rompe los ojos que el menos respetuoso de la dignidad humana, es el homicidio. La Real Academia Española define “homicidio” como “muerte causada a una persona por otra”. Y por eso, la eutanasia es homicidio: hay una persona –el médico o el enfermero-, que mata a otra.
Es cierto que a este tipo de homicidio, se le ha llamado piadoso, porque en general, en estos casos, el homicida suele matar a su víctima a pedido de ésta. Pero también es cierto que en general, ese pedido lo hacen personas cuya libertad está severamente coartada por fuertes sufrimientos físicos o morales. Estas personas, lo que en realidad quieren, no es morir, sino dejar de sufrir.
Algo similar ocurre con el suicidio asistido. En estos casos, hay alguien que le proporciona al paciente, una droga para que se provoque su propia muerte. Este caso no es distinto del de alguien que a sabiendas, le proporciona a una persona sana, un medio para que se quite la vida, en lugar de disuadirla para que no lo haga.
El problema es que si una persona mata a otra, o colabora con su autoeliminación, lo que está haciendo, es considerar que la vida de esa persona a la que “asiste” en su muerte, vale menos que la suya propia. Y que la del resto de los ciudadanos. De ahí la gravedad de institucionalizar este tipo de acciones: de establecer, ley mediante, que en ciertas circunstancias, el Estado las considera lícitas. Porque ahí pasa a ser el Estado quien establece que algunas vidas, valen menos que otras. Y esto es sumamente peligroso.
¿Por qué? Porque si la eutanasia y el suicidio asistido se legalizaran, el Estado, que debe velar por la igual dignidad de todos por igual, pasaría a velar sólo por la dignidad de algunos. El Estado, que debería garantizar el derecho a la vida de todos, estaría dando el mensaje de que mientras algunas vidas merecen la pena ser vividas, otras no.
Por eso, a nuestro juicio, lo peor del “proyecto Pasquet”, es el mensaje que el Estado le estaría dando a la sociedad. Ocurre –está probado- que cuando en una sociedad determinada, el Estado da un mensaje de este tipo, por más que las restricciones y requisitos del proyecto inicial sean muy altas y estén previstas para un número muy reducido de casos, tarde o temprano siempre surge otro proyecto que rebaja las restricciones y reduce los requisitos. Y así sucesivamente. Es lo que lo que en inglés se denomina “slippery slope” -pendiente resbaladiza-, y que nosotros conocemos como “efecto dominó”: basta que caiga una barrera, para que caigan las demás detrás.
Hoy, como sociedad, estamos a tiempo de evitar que el Estado empiece a transitar por esa pendiente resbaladiza. Estamos a tiempo de arrojar al rostro de quienes pretenden imponer en nuestra patria leyes serviles a agendas foráneas, la firme convicción de que entre los orientales, no hay ni habrá jamás ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda: todos somos iguales ante la ley, todos valemos lo mismo: “¡aquí naide es más que naides!”.
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