“Como comprenderá, es posible que un dictador gobierne de forma liberal. Y también es posible que una democracia gobierne con una ausencia total de liberalismo. Personalmente, prefiero un dictador liberal a un gobierno democrático carente de liberalismo”.
F.A. Hayek a un periodista, recogido en trabajo de Andrew Farrant, E. McPhail y S. Berger (2012)
La expresión de Hayek podría quedar simplemente como un desliz desacertado de uno de los referentes de culto del neoliberalismo. Sin embargo, este pensamiento fue la base de un modelo económico, político y social que, aplicado experimentalmente durante la dictadura chilena, se mantuvo prácticamente intacto hasta el presente, protegido especialmente por las sucesivas coaliciones progresistas que sucedieron a Augusto Pinochet.
Este equilibrio inestable cambió abruptamente en octubre de 2019 cuando la población reaccionó enérgicamente ante lo que parecía ser un modesto aumento de tarifas de transporte urbano. Fue la gota que derramó el vaso en un país en que por años las políticas económicas parecían ignorar las necesidades de la población, mientras que la elites políticas y económicas evidenciaban públicamente su desprecio por la voluntad y las necesidades de la ciudadanía. A modo de ejemplo, la semana pasada el principal ejecutivo de una de las mineras más grandes de Chile criticó la propuesta de aumentar los royalties a la actividad, protestando que “es natural que la gente en general, que tal vez no cuenta con las estadísticas, con la información completa, obviamente entendemos que esas personas puedan desear un trozo más grande de la torta”. En pocas palabras, la ciudadanía no solo es ignorante, sino también demasiado ambiciosa. La “gente” debe ocupar su lugar, parecería ser el mensaje.
Claramente esta forma de pensar parte de la premisa que la población no tiene capacidad de decidir por sí misma, y sus reclamos deben ser por tanto intermediados y validados por una elite técnica. Ante la eventualidad que el sistema político se dispare por la tangente y decida cambiar el orden establecido, entonces es necesario reasegurar el modelo incorporando el dogma en la Constitución. Según el economista chileno Aldo Madariaga, ideas como la total independencia del banco central o la regla fiscal son intentos de marcar a fuego en la Constitución y el marco jurídico aquellas políticas que las elites desean sacar del ámbito político.
El resultado es que la población chilena se fue sintiendo cada vez más marginada de las decisiones, sujeta a un modelo de democracia liberal que adquiría rasgos decimonónicos, y que en el proceso se iba acercando cada vez más a una oligarquía. Por tal motivo, votó en un referéndum el año pasado para elegir una Asamblea Constituyente. El fin de semana pasado los chilenos votaron finalmente la integración del cuerpo, que deberá reunirse para redactar y presentar a plebiscito un proyecto de carta magna en reemplazo del vigente, herencia del régimen de Pinochet.
Como resultado, Chile quedó peligrosamente entre dos frentes. De un lado se encuentran fuerzas conservadoras que se resisten a reconocer que el modelo económico actual solo es sostenible económicamente con una sociedad dispuesta a soportar importantes niveles de desigualdad, al mismo tiempo que abusos de todo tipo por parte de grupos empresariales cercanos al poder. Del otro lado se encuentra una variopinta coalición progresista, que incluye desde los mismos nihilistas de la destrucción que atrajeron a los Pinochet hasta aquellos que, lejos de enfrentarse a los privilegiados, representan en realidad los peores intereses, dejándose utilizar como marionetas de ONG mantenidas por multinacionales y otros oscuros intereses.
En frente se otea una deriva asamblearia, que bien podría convertirse en un escenario como el de la Convención Nacional de la Revolución Francesa, dando lugar a quien sabe qué tipo de pequeño Robespierre emerge. La pésima votación de los partidos “tradicionales” en beneficio de los candidatos independientes hace patente el descrédito de la población que ha quedado de rehén de una inestabilidad política y social de la cual probablemente será la principal víctima.
Ante este panorama tan desolador, voces moderadas como las del economista chileno Sebastian Edwards hacen un llamado a una conversación nacional como forma de abstraerse de un tablero marcado de un lado por los extremistas violentos, y del otro por la indolencia de un gobierno que pareciera no comprender la complejidad de la situación sociopolítica.
Una sola cosa es cierta. El neoliberalismo hizo su entrada triunfal en la región a través de Chile, desde donde se desparramó hacia Argentina y Uruguay. Probablemente sea también el país trasandino el primero en darse cuenta que este modelo concebido por académicos foráneos no genera verdadera prosperidad, como no lo ha hecho en ningún lugar donde haya sido aplicado. Resulta oportuno evocar las palabras del papa Juan Pablo II en ocasión de la celebración del Día de los Trabajadores en 1991 –apenas terminada la guerra fría-, quien en su encíclica Centesimus Annus nos recordaba que el desarrollo no debe ser entendido de manera exclusivamente económica, sino bajo una dimensión humana integral, explicando que “no se trata solamente de elevar a todos los pueblos al nivel de que gozan hoy los países más ricos, sino de fundar sobre el trabajo solidario una vida más digna”.
Evidentemente el papa Wojtyla ya percibía esta nueva etapa que se iniciaba con preocupación. En la lucha anterior había triunfado la libertad, pero arribada la paz cada vez resultaba más nítido que el verdadero ganador era un libertinaje económico que, ideado por arquitectos de la impostura, terminó subordinando la dignidad humana a un extremo de libertad económica que solo unos pocos en América Latina se animaron a ensayar. Chile es uno de ellos.
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