El Génesis, cuenta la historia de la torre de Babel: tras el Diluvio, Noé y sus descendientes se establecieron en la llanura de Senaar. Venían del mismo pueblo y hablaban la misma lengua. En ese lugar, decidieron construir una torre que llegara hasta el cielo, para perpetuar su nombre y no dispersarse por toda la tierra. El Señor dijo: “Si esta es la primera obra que realizan, nada de lo que se propongan hacer les resultará imposible, mientras formen un solo pueblo y todos hablen la misma lengua.” El Señor confundió la lengua de los constructores de la torre y al no entenderse, se dispersaron por toda la tierra.
Para entender este pasaje del Génesis, hay que tener en cuenta lo que Dios dijo a Noé y a sus descendientes apenas terminó el Diluvio: “Sean fecundos, multiplíquense y llenen la tierra”. Y también: “me acordaré de mi alianza con ustedes y (…) no volverán a precipitarse las aguas del Diluvio para destruir a los mortales”. Así se entiende mejor lo que buscaban los hombres al decidir construir la torre: salvar al pueblo de un nuevo diluvio –obviamente, no habían creído en la promesa de Dios-; quedarse todos juntos en un solo lugar, en vez de cumplir con el mandato de “llenar la tierra”; ponerse a la altura de Dios; y perpetuar su propio nombre, en lugar del nombre de Dios.
¿A qué viene esta historia? A que hoy, en el Occidente otrora cristiano, estamos asistiendo a la construcción de una nueva torre de Babel. El hombre occidental moderno, desconoce la Palabra de Dios. Y al hacerlo, resulta evidente que se niega a hacer su voluntad. Pretende, como los descendientes de Noe, hacer su propia voluntad, sus propios caprichos. Dinamitando si es necesario, algunos conceptos básicos como los de ley natural, naturaleza humana, moral natural, verdad, bien, mal… Hoy se niega la unidad donde realmente la hay –todos tenemos la misma naturaleza humana- y se promueve donde no debe haberla: en la libertad de expresión, de pensamiento, de creencias religiosas, de identidad nacional.
Una vez descartadas la ley natural y la moral objetiva, ideologías falaces e irracionales como la de “género”, promueven el desarrollo de una ciencia que procura ponerse a la altura de Dios, y perpetuar su propio nombre. Todo arrancó en los ´60, con la aparentemente inocua anticoncepción; siguió con la fecundación in vitro –a costa de la vida de cientos de miles de embriones humanos-; el último grito de la moda, es orientar la investigación científica al desarrollo de mejores técnicas para practicar la eugenesia, la eutanasia, la clonación humana, y… el transhumanismo. Hitler estaría contentísimo al ver que finalmente, alguien llevó a término los experimentos que él comenzó. Stalin, también estaría feliz de ver como la gallina a la que le arrancó las plumas, corre detrás suyo vendiendo su dignidad por unos granos de maíz. Como si fuera poco, en el mundo entero se sigue desoyendo el mandato “sean fecundos”: hoy, los países del mundo que tienen una tasa global de fecundidad inferior a 2,1 hijos por mujer, caminan hacia el suicidio demográfico. Entre ellos está Uruguay.
En un nuevo libro-entrevista que se publicará en breve, el Papa Francisco condena -una vez más- la nefasta y contranatura ideología de género, “no para discriminara a nadie sino para poner en guardia a todos contra la tentación de caer en que fue el proyecto loco de los habitantes de Babel: anular las diferencias para buscar con esta anulación un único idioma, una única forma, un único pueblo. Esta aparente uniformidad les llevó a la autodestrucción, porque es un proyecto ideológico que no tiene en cuenta la realidad, la verdadera diversidad de las personas, la unicidad de cada uno, la diferencia de cada uno”.
La gran paradoja de nuestro tiempo, es que los apasionados pregoneros de la “diversidad”, son en realidad, los principales promotores de la más brutal y hegemónica uniformidad. Una uniformidad perezosa y egoísta, que no se esfuerza por comprender al otro, por hablar su idioma. Una uniformidad con apariencia liberal, pero que anula el pensamiento crítico – políticamente incorrecto-, y se impone de forma totalitaria. Una uniformidad que no sabe que los puentes, sólo se tienden sobre orillas opuestas.
La única uniformidad que existe en la realidad, es la que estas ideologías rechazan: la de una naturaleza humana común. Recuperar la confianza en la capacidad de la razón para conocer esta y otras verdades, es quizá el mayor desafío de nuestra era.