Hace años se viene librando, en Uruguay, en la región y en el mundo, una tremenda “batalla cultural”. De un lado, estamos los que defendemos la vida, la familia, la libertad religiosa, el respeto a la ley natural, el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus principios y valores…
Así las cosas, no falta quien opine que más que ante una batalla cultural, estamos ante una batalla espiritual, más de fondo, y anterior a la primera. Compartimos esta opinión por dos razones:
La primera, es que el principal enemigo en esta guerra, es el diablo: “el que divide”. Hace años, un antiguo compañero del colegio me dijo: “yo no creo en teorías conspiranoicas; pero sí creo en el diablo, que es el gran conspirador”. Tenía razón, a la vista está. Aunque no todos lo vean, porque como alguien dijo por ahí, “puedo entender, mirando el estado del mundo, que haya gente que no cree en Dios; lo que no puedo entender, es que todavía haya gente que no cree en el diablo”. El gran triunfo del diablo es pasar desapercibido: que nadie hable de él. Y su objetivo, destruir la Iglesia Católica.
El otro motivo para afirmar que libramos una batalla espiritual, es que todos los problemas culturales que enfrentamos hoy, tienen un único origen remoto: el hombre ya no sabe, no recuerda, o se niega a aceptar, que fue creado a imagen y semejanza de Dios para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida, y en la vida eterna: el hombre desde que nace, está llamado a la santidad.
Si eso se olvida o se desconoce, si al hombre no se le educa según su naturaleza (herida por el pecado original), su forma de comportarse en sociedad, tiende a fallar más que de costumbre. Es cierto que el hombre, poseedor de inteligencia y voluntad, está llamado a actuar libremente. Pero si quien lo educa parte de una idea equivocada sobre qué es el hombre, puede llegar a enseñarle a sus hijos o alumnos que libertad, es la capacidad de hacer todo lo que uno quiere. Lo cual es un error, porque la libertad, según San Juan Pablo II Magno, “no consiste en hacer lo que nos gusta, sino en tener derecho a hacer lo que debemos”.
Libertad no es, por tanto, dejarse llevar exclusivamente por los propios sentimientos, sino elegir hacer el bien. Y para ello, la libertad debe estar anclada en la verdad, que es la adecuación de la inteligencia a la realidad. Si en esto se yerra –y se está errando mucho últimamente- entonces la vida en sociedad, tiene todos los boletos para ser un caos.
La evidencia de los errores presentes en nuestra cultura, está a la vista: hay partidos políticos y grupos de presión que defienden los derechos de los animales, mientras aprueban el aborto; hacen políticas contrarias al matrimonio y la familia, salvo cuando se trata de casar a quienes nunca se habían casado… Incluso se han visto “casamientos” de personas con animales, con muñecos y hasta consigo mismos…
Alentados por sus maestros, por los medios, por las leyes y/o por fanáticos de estas ideologías, un número creciente de menores de edad, que dicen autopercibirse del sexo opuesto al de nacimiento, deciden mutilarse. A menudo se arrepienten… cuando ya es demasiado tarde.
Inspirados por el enemigo espiritual, disfrazados de pacíficos e ingenuos corderos, hoy muchos claman “tolerancia” e “inclusión”, al tiempo que cancelan, discriminan y estigmatizan sin piedad a todo el que piense distinto: “¡son todos ultraderechistas!”
Con frecuencia, estos fanáticos no cejan hasta lograr que algunos pusilánimes, aterrorizados ante la perspectiva de ser tildados de “fundamentalistas” o “reaccionarios”, terminen legalizando caprichos y privilegios a los que llaman “derechos”. Hoy, toda nuestra cultura ha sido impregnada de costumbres que hasta hace poco nos escandalizaban, pero que ahora parecen “normales” porque –dicen- “la sociedad cambió”…
¿Es lícito en este contexto dar la batalla cultural sin referencia a lo espiritual? Si. Porque toda persona capaz de comprender mediante la recta razón que es urgente restaurar el orden natural, es bienvenida a esta guerra. Sobre todo son bienvenidos aquellos cuyos mensajes, tanto en el contenido como en la forma de transmitirlo, sean compatibles con las enseñanzas de la Iglesia Católica.
Así, algunos llegarán a respetar esas enseñanzas y a la Iglesia misma aunque no sean católicos; mientras que otros, terminarán -si abren su corazón y el Señor les concede la gracia-, abrazando la fe católica…
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