Con el respaldo de una fuerza militar integrada por quinientos mercenarios, el 29 de diciembre de 1895, el Dr. Jameson se aprestó a invadir la vecina República del Transvaal. El administrador británico de Rodesia respondía a instrucciones de un conocido “emprendedor” de la época llamado, Cecil Rhodes, quien había asociado en esta particular empresa a un par de magnates del oro. El “raid” terminó en un rotundo fracaso y luego de un par de días Jameson se rindió ante el presidente Paul Kruger y sus burghers en Doornkop, en las afueras de Johanesburgo. Rhodes y sus socios habían acudido con anterioridad a la “defensa de la democracia”, financiando una campaña política y mediática para presionar a las repúblicas del Transvaal y el Estado Libre de Orange a aceptar el voto de los uitlanders, inmigrantes británicos que, financiados también por Rhodes, emigraban hacia el norte en la búsqueda del preciado oro. Los británicos no cejarían en su esfuerzo por hacerse del metal. En 1899 provocarían la Segunda Guerra de los Boers, conflicto que se extendió hasta 1902 y que terminaría con la pérdida de la independencia de las dos repúblicas y, por supuesto, también con el control sobre sus reservas de oro. En 1917, con el respaldo financiero de J.P. Morgan, se fundaría el gigante minero Anglo American Corporation para explotar las riquezas del veld. Dos décadas más tarde Rockefeller seguiría una estrategia similar para asegurarse el control de los recursos petroleros en Arabia Saudita, con la formación de la Arabian- American Oil Company, hoy Aramco.
Cambian los tiempos y las geografías, pero es poco lo que cambia en la lucha por el control de los recursos naturales. Cuando un determinado bien deviene en imperativo estratégico para los poderes de turno, cualquier excusa resulta válida para hacerse del mismo. Se empieza acudiendo al idealismo, a los valores democráticos, el derecho al voto o al cuidado del medio ambiente. Pero si esto no alcanzara, se pueden fomentar campañas mediáticas para deslegitimar a las autoridades nacionales. Si todo esto falla, se fomenta una insurgencia interna que justifique una invasión.
Hoy día la agenda del cambio climático está conduciendo al mundo hacia la sustitución de energías fósiles por energías renovables, en una apuesta que prometía hasta hace poco buenos negocios para la industria de los países desarrollados, en virtud de su control sobre estas nuevas tecnologías. Alemania fue el país que hizo la apuesta más fuerte. Luego del desastre de Fukushima en Japón, este país decidió discontinuar progresivamente la generación nuclear, tecnología en la que siempre había estado a la vanguardia, haciéndose más dependiente del gas natural proveniente de Rusia. Pero luego sobrevino la pandemia y, como forma de estimular la recuperación de sus industrias, la Unión Europea decidió embarcarse detrás del transporte eléctrico, promoviendo cuantiosas inversiones para financiar la transformación de la matriz energética y el transporte.
Pero el conflicto en Ucrania y la consecuente suba en los precios de la energía tomó al mundo desarrollado a medio camino. Su dependencia de las energías fósiles obliga a Europa a buscar fuentes alternativas, como ser gas natural licuado (GNL) proveniente de las Américas, o a retornar a la generación a carbón, la fuente de energía más contaminante que se pueda imaginar. Ante la primera señal de adversidad, el discurso del cambio climático quedó en espera hasta nuevo aviso. Pero también cambió la geografía del poder energético, ya que los países del Mediterráneo reciben gas proveniente de Argelia, lo que los coloca en una situación de ventaja relativa frente a la industria germana, y que ya ha provocado llamados a “socializar” el acceso al preciado recurso.
Mientras tanto, el transporte eléctrico depende de baterías, para cuya fabricación se necesita de litio y de otros metales raros. En un artículo reciente, Ricardo Hausmann, ex economista en jefe del BID, expresa su preocupación por la dependencia del proceso de decarbonización en este mineral cuyas reservas principales se encuentran en Argentina, Bolivia y Chile. Otra limitante es que el transporte y la maquinaria pesada no pueden ser propulsados directamente con energía eléctrica, ya que requerirían de enormes baterías. Es allí donde entra a jugar el hidrógeno verde, gas que resulta de transformar agua mediante la aplicación de electrólisis, y que puede utilizarse en motores a combustión.
De lo anterior resulta que, si en el pasado el mundo dependía mayormente del crudo producido en Medio Oriente, con las nuevas tecnologías el transporte pasará a ser más dependiente de recursos como el agua y el litio, que al igual que el petróleo, se encuentran desigualmente distribuidos.
El hecho que el Cono Sur goce de importantes reservas de agua dulce, gas natural, litio y alimentos nos permite anticipar buenas oportunidades para la región. Pero en contrapartida, esto también atraerá fuerzas y poderes a las cuales nuestras estructuras políticas y económicas están poco habituadas. La pobre negociación que el Estado uruguayo llevó adelante con la multinacional finlandesa para la construcción de su segunda planta de celulosa sirve de botón de muestra de lo que puede ocurrir con nuestros recursos si no nos preparamos adecuadamente.
La necesidad de contar con instituciones fuertes para proteger estos recursos es un motivo más para convocar al Consejo de Economía Nacional. Del mismo modo, la región tiene la obligación de revitalizar al Mercosur como instancia de cooperación y de negociación colectiva que permita proteger adecuadamente la explotación de los mismos en función de los intereses nacionales. Lo que el sistema político no se puede permitir es caer en la omisión de dejar la decisión de comprometer estos recursos estratégicos en manos de elites seudotecnocráticas y globalistas, fácilmente controlables por esos bucaneros neocolonialistas inspirados en Cecil Rhodes.
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