Los que ya peinamos canas, igual que los jóvenes, pensamos en el futuro. Pero, naturalmente, lo hacemos con otras expectativas. ¿Seguiremos trabajando hasta el día en que muramos o una vez jubilados, nos dedicaremos a descansar? Lo mejor –dicen los que saben– es un “retiro activo”. ¿Y quién mejor que Casiodoro para darnos un magnífico ejemplo de “otium” productivo?
Casiodoro nació en el año 487 d. C. en una rica familia aristocrática de origen sirio, asentada en Calabria. Recibió una sólida formación en artes liberales y sobre todo en gramática latina. Al inicio de su “cursus honorum” fue consejero de su padre, cuando este trabajaba para el rey Odoacro. Luego ocupó distintos cargos hasta que durante el reinado de Teodorico, asumió como Preafectus praetorio, cargo de máxima confianza desde el que administró justicia redactando leyes, decretos y disposiciones oficiales en nombre del monarca.
Cuando el emperador Justiniano invadió Roma en 536, Casiodoro abandonó la vida pública y emigró a Rávena. Cuando esta fue tomada por Belisario, emigró a Constantinopla. A partir de la redacción de su tratado De Ánima en 538, Casiodoro se tomó mucho más en serio su fe católica.
Tras la devastación producida por la guerra, Casiodoro volvió a las tierras de su familia en Squillace, Calabria, en 554 d. C. Allí, sin llegar a abrazar la vida monástica para sí mismo, fundó el “Vivarium”, un monasterio estratégicamente ubicado en el que los monjes podían dedicarse –además de los oficios litúrgicos y las obras de caridad– al ejercicio de las artes. En particular, se ocupaban de copiar, traducir, corregir, estudiar y archivar libros sagrados, patrísticos y clásicos. Para ello contaban con una muy completa biblioteca. Algunos de los códigos y manuscritos producidos en el monasterio alcanzaron una popularidad considerable y tuvieron gran demanda, ya que parte de las copias y ediciones revisadas, se vendían con el objeto de financiar las actividades del monasterio.
Casiodoro estableció además, una escuela de estudios divinos y humanos, cuyo modelo educativo supo combinar la vida activa con la contemplativa. En su “Vivarium”, Casiodoro procuró unir lo godo con lo romano, lo occidental con lo oriental, lo antiguo con la nueva cultura que surgió de las ruinas de Roma, y a los monjes de vida comunitaria con los anacoretas… Además de rescatar grandes tesoros de la sabiduría antigua latina y griega, sus escritos y su visión contribuyeron a sentar las bases del magnífico andamiaje académico de la Edad Media.
No se conoce con exactitud la fecha del fallecimiento de Casiodoro, pero se estima que murió a los 93 años, después de la redacción de su tratado De Orthographia.
Todo esto fue posible porque Casiodoro, al fundar el “Vivarium”, contaba ya con 67 años, y consagró el resto de su vida a un “otium” productivo, a una vida orientada a restaurar y preservar las obras de la cultura antigua para la posteridad.
Es cierto que no todos tenemos los mismos intereses y talentos. Pero la idea de un ocio productivo, para mantenerse activo y para dejar algo a los que vienen detrás, es tan aplicable al trabajador manual que aún puede usar sus manos para plantar boniatos, como para el trabajador intelectual que aún puede usar su cabeza para escribir cartas a los diarios. Y es mucho mejor que gastar el resto de nuestros días mirando televisión.
Además, a la luz de los múltiples cambios que se están produciendo en nuestra sociedad, entendemos que es necesario conservar la memoria viva de ese tiempo que se fue y del que fuimos protagonistas activos.
Somos nosotros, los que nos criamos sin celulares, los que tenemos el deber moral de transmitir a los que vienen detrás, las maravillas de un mundo en el que la tecnología aún estaba al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de la tecnología. Un mundo en el que los libros eran de papel y en el que el contacto con la naturaleza estaba al alcance de todos los bolsillos; un mundo en el que aún se podía descubrir la verdad en la realidad, pues esta aún no estaba tan oscurecida por burdas ideologías.
En la vejez es posible –ocio productivo mediante– dejar un legado más allá de la propia familia, tan beneficioso para quien lo da como para quien lo recibe. Un legado que solo estará completo si incluye otro privilegio que nuestra generación recibió –y que cada vez menos niños parecen tener hoy–: la transmisión viva y fiel de la fe de nuestros ancestros.
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