“Fue ‘el yugo casi servil’, al comienzo de la sociedad industrial, lo que obligó a mi predecesor a tomar la palabra en defensa del hombre”, afirmaba Juan Pablo II al cumplirse los 100 años de la Rerum Novarum, para emitir un documento en concordancia con su predecesor León XIII, para que en las postrimerías del siglo XX también iluminar los confusos tiempos que se avecinaban.
Nadie puede dudar que fue la gravitante participación de este Papa polaco, un factor decisivo en el derrumbe del Muro de Berlín y del final de una utopía que no brindó soluciones a la cuestión social, caída que le abrió las puertas a un filibusterismo económico que pretendía imponer una visión liberal, totalmente perimida, que se resumía en aquel concepto del “Estado juez y gendarme”. Eran los tiempos que se nos trató de imponer las premisas del Consenso de Washington como paradigma para resolver los problemas de nuestros pueblos periféricos, el cual, lejos de colaborar en nuestra recuperación, nos llevó a una secuela de fracasos en cadena.
Centesimus Annus es una enciclica trascendental, redactada por un Jefe de la Iglesia forjado en una castigada Polonia, donde el único foco de esperanza lo constituyó la central de trabajadores llamada “Solidaridad”, sucede a otro documento anterior denominado Laborem Exercens, formando entre ambos un espectacular llamado a la justicia y al trabajo, como clave del desarrollo social en paz.
Entre sus agudas apreciaciones sobre la libertad, el canonizado obispo de Roma enuncia: “La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la múltiple actividad humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan válido el derecho a la libertad como el deber de hacer uso responsable del mismo…”.
“Es necesario descubrir y hacer presentes los riesgos y los problemas relacionados con este tipo de proceso. De hecho, hoy muchos hombres, quizá la gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición realmente central…”.
“Ante estos casos, se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum Novarum, de una explotación inhumana. A pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia…”.
“Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado es el instrumento más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades. Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son ‘solventables’, con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son ‘vendibles’, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos. Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad. En el contexto del Tercer Mundo conservan toda su validez —y en ciertos casos son todavía una meta por alcanzar— los objetivos indicados por la Rerum Novarum, para evitar que el trabajo del hombre y el hombre mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía: el salario suficiente para la vida de familia, los seguros sociales para la vejez y el desempleo, la adecuada tutela de las condiciones de trabajo…”.
“En este sentido se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad…”.
“Queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deja al capitalismo como único modelo de organización económica. Hay que romper las barreras y los monopolios que colocan a tantos pueblos al margen del desarrollo, y asegurar a todos —individuos y naciones— las condiciones básicas que permitan participar en dicho desarrollo…”.
Esperemos que estos fragmentos extraídos de un documento redactado por un Papa –sin influencia “K”– aporten algo de claridad en la mente de tanto leguleyo obsedido por un trasnochado concepto de libertad hace 150 años perimido luego de arrojar los amargos frutos, que entre otros denunció el escritor británico Charles Dickens en inolvidables personajes como Oliver Twist.
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