Dicen algunos que todo es relativo. Ya hemos comentado en esta columna que esa es una afirmación tan absoluta como contradictoria. Porque “todo” es una afirmación absoluta. Lo cual demuestra, obviamente, que no todo es relativo.
Otra contundente demostración de que existen algunas verdades absolutas –verdades que ocurren siempre y sin excepción– es que todo hombre va a morir. Lamento si a alguno le parece de mal gusto que se lo recuerde, pero a esta altura, quienes aún me leen probablemente sepan que no destaco por mi corrección política.
Hay, por supuesto, distintas opiniones o convicciones sobre lo que viene después de la muerte. Algunos creen que tras la muerte viene la nada absoluta, y por eso se dedican a experimentar tantos placeres como puedan durante su vida terrena. Otros creen que el alma humana puede reencarnarse en un carancho o una iguana –quizá por eso defienden tanto a los animales–. Y otros estamos convencidos de que nuestra alma es inmortal. Creemos que si luchamos por ser santos en esta vida podremos ir al paraíso para gozar de la visión de Dios cara a cara, por toda la eternidad. Pero eso ocurrirá después de esa muerte por la que todos, sin excepción, hemos de pasar.
Nuestra sociedad, además de rechazar la muerte, la oculta cuanto puede. Y eso es posible porque la esperanza de vida –al menos en Occidente– aumentó muchísimo de cincuenta o cien años a esta parte: la gente muere a edades más elevadas que antes. Muy pocos niños y jóvenes mueren por causas naturales: son muchos los que llegan a viejos…
Ahora bien, si algún día todos hemos de morir, lo que realmente importa es cómo. No me refiero, por supuesto, a decidir cuándo morir –como pregonan los infaustos promotores de leyes homicidas como la que pretende legalizar la eutanasia y suicidio asistido–. Tampoco estoy hablando de dónde morir –si pudiera elegir, nunca lo haría en un hospital–. Menos aún me refiero al motivo de la muerte, que por lo general no se puede elegir. A lo que me refiero es a cómo morir, a cómo prepararnos para enfrentar la muerte. Y eso depende mucho de cómo enfrentemos la vida.
Para quienes no creen en Dios, en la vida eterna, en la resurrección de la carne, la muerte puede ser algo bastante desesperante. He conocido personas que tras la muerte de un ser querido se han sumido en profundas depresiones por creer que todo termina acá, que no hay otra vida después de la muerte. No es raro, por tanto, que en una sociedad que ha olvidado a Dios, o que en los hechos lo rechaza, la desesperación y la depresión sean moneda corriente. Si la vida no tiene sentido y la muerte no tiene sentido, la vida se convierte en un infierno: lo paradójico es que no creer en el cielo y el infierno, a veces puede llevar a padecer en un auténtico infierno en la tierra…
Cuando gracias al don de la fe uno tiene un claro el sentido de la vida y de la muerte, la preparación remota y próxima para esta será, seguramente, mucho más pacífica y amable que cuando la fe está ausente. En general, creo que a todos nos gustaría quedarnos un ratito más por estos pagos, llegar lúcidos al final, morir sin dolor… Pero eso no suele depender de nosotros. Lo que sí podemos decidir nosotros es nuestra actitud frente la muerte.
Si bien es lógico que el hombre sienta cierto temor ante lo desconocido y dolor ante la inminente separación de sus seres queridos, quienes creen en la vida eterna, tienen fe en el reencuentro futuro con las almas de sus seres queridos y en la resurrección al fin de los tiempos. Para el cristiano la muerte es parte de la vida, y por eso procura transitar hacia ella sin temor, con gallardía y entereza, con coraje, y a veces con un sereno y edificante gozo, fruto de la gracia recibida en los sacramentos.
Para algunos la muerte es el fin de una vida; pero para el cristiano, además, es el principio de otra. Muchos probablemente tengamos pecados que purgar, pero si procuramos vivir como hijos de Dios haciendo su voluntad, buscando la verdad, haciendo el bien y contemplando y agradeciendo la belleza, si hemos intentado tratar a los demás hombres como a nuestros propios hermanos, y si hemos procurado recibir los sacramentos antes de partir, nada tendremos que temer.
Estamos en Cuaresma. Nadie se preparó mejor para la muerte, ni fue más consciente de lo que al llegar su hora iba a sufrir que Nuestro Señor Jesucristo. Pidámosle a Él, que nos ayude a convertirnos y, gracia mediante, alcanzar la vida eterna.