La obra forense de Cicerón constituye, sin ningún género de duda, una fuente histórica imprescindible para el conocimiento del desarrollo socio-político y económico del mundo romano en el siglo I A.C. A pesar de ello, su uso requiere, cuando menos, una actitud crítica por parte del investigador; la adopción de esta postura responde a que todos los discursos, además de los recursos retóricos propios del género, nos dan o silencian una información mediatizada y, en ocasiones, distorsionada. Esta deformación se produce por la perspectiva política y social del Arpinate (ndr: Cicerón era llamado así por haber nacido en Arpino, 106 A.C.), por sus intereses políticos y por el propio momento histórico en el que se pronuncian. Posiblemente, debido a estas razones en el pensamiento ciceroniano, se detectan contradicciones en la consideración o valoración de hechos, personas, etc. De ahí que debamos cuestionar críticamente las ideas que expresa en determinados momentos e intentemos mostrar un abanico de respuestas que expliquen esas oposiciones de las que el propio autor tardorepublicano era consciente; en principio, estos aparentes cambios de opinión son un excelente paradigma del dominio del arte de la retórica, de esa diuina eloquentia que forma parte del título de este artículo; no obstante, la finalidad de la oratoria es convencer. Pero tras esta divina elocuencia se ocultan o se muestran, según los casos, unos motivos e intereses políticos, ideológicos, etc. que nos interesa subrayar ya que su coherencia mitiga esa supuesta contradicción en sus apreciaciones. Es obvio que el orador romano maneja hábil y arteramente los argumentos discursivos en función de los objetivos que pretende alcanzar y en beneficio de la eficacia. Un buen ejemplo de lo que hemos dicho se encuentra en las actitudes que este homo nouus adopta ante las leyes agrarias, un problema candente en el siglo I A.C. y que ha afectado a la República a lo largo de su historia.
Cicerón, en su reflexión teórica, en De Officiis se manifiesta contrario a las leyes agrarias y la remisión de deudas por considerar que su proposición altera el orden político. Ambas atentan contra la estabilidad de la res publica, ya que eliminan la concordia y la equidad; la adopción de una u otra se opone al interés general. El Arpinate desde su posición política y personal las valora como medidas demagógicas que el buen político deberá evitar y para ejemplificar las consecuencias nefastas derivadas de estas medidas recurre a los exempla espartanos (Lisandro y Agis) y de los Gracos. Resulta obvio que, para un individuo como este autor, perteneciente a clase dirigente, que considera al Estado como garante de la propiedad privada, las leyes agrarias suponen un grave riesgo y un atentado contra ésta. Pero no cabe duda de que el Arpinate es también un romano dotado de un gran sentido práctico y determinadas ideas no las puede manifestar ni ante según qué oyentes, ni tampoco en según qué circunstancias. Así se aprecia en su consideración de la obra graquiana a lo largo de sus escritos y en la actitud que adopta ante las leyes agrarias propuestas en su época. De modo que se detectan contradicciones en sus valoraciones sobre los tribunos, en la diferencia de argumentos usados en los discursos del 63 A.C. según se pronuncie ante el pueblo o el Senado, etc., dificultando, en un primer momento, la tarea de señalar cuál era su verdadera actitud ante estas situaciones; tal obstáculo disminuye a medida que nos adentramos en el estudio de los móviles que determinan la expresión de una u otra valoración. La intención ciceroniana es conseguir que las propuestas de leyes agrarias se rechacen y para conseguirlo se sirve de los argumentos que considera más operativos. De ahí que muchas de sus opiniones deban ser valoradas como fruto del momento histórico, político y social, de sus propios intereses, de su habilidad oratoria, de su capacidad para el disimulo, etc.
Manuela Valencia Hernández, “Cicerón y las leyes agrarias: un exemplum de divina eloquentia”, Revue des Études Anciennes, Tome 97, 1995
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