El conjunto de la sociedad latinoamericana no ha efectuado la “revolución cultural” moderna y esto guarda estrecha relación con su subdesarrollo industrial y su colonialismo cultural. Si la “revolución cultural” se la hacen otros, es decir, desde otra sociedad y por ende desde otra política, ello estará también en conexión con que la industrialización se la hagan otros, según la política de otros.
Los latinoamericanos necesitan desplegar una política de la cultura, y una política de la cultura que ponga un acento decisivo en la organización de las ciencias naturales y la investigación de la naturaleza, así como sus implicaciones filosóficas y su posición respecto al pensar crítico de la sociedad. Esta política de la cultura, para no caer en un eclecticismo invertebrado, sin potencia interior ordenadora, requiere una perspectiva global, una filosofía que anime tal dinámica. Por tanto, una filosofía íntimamente ligada a la problemática fundamental de las ciencias de la naturaleza. Sin inteligencia productora, no hay economía productora.
En cierto sentido, el atraso latinoamericano se funda en la deficiencia de acción del hombre con la naturaleza. Esto tiene raíces y proyecciones políticas. Las filosofías de la conciencia, del espíritu, las variadas formas del humanismo latinoamericano, en la medida que no enraízan en la problemática radical de la naturaleza, están reflejando la posición de los sectores sociales más involucrados con el atraso agroexportador de nuestros países. Pues la política se concreta a través de la economía política. Filosofías del hombre que lo despeguen del quehacer esencial con la naturaleza, significan políticas descarnadas, y por ende encarnadas en el mantenimiento de la realidad social establecida, a la que solo pueden formular críticas moralistas sin dinámica histórica concretas.
Se mueven por ideales despegados del ser. Aunque debemos reconocer que el “humanismo” latinoamericano tiene una función crítica no deleznable, es insuficiente. Nuestra crítica al “humanismo” y nuestro interés por la “naturaleza” es, valga la paradoja, por razones humanistas.
En tal sentido, creemos que la dimensión política de la caridad, del amor al prójimo, pasa en América Latina de hoy a través de la creación de las bases dinámicas de la industria. El amor al prójimo políticamente concreto pasa para nosotros por la formación de la Industria Pesada. Y esto, en el orden filosófico y educacional, requiere la mayor atención posible para la formación de un nuevo espíritu científico, para preparar nuestra capacidad para transformar la naturaleza, y poner su energía a disposición de nuestra sociedad.
En América Latina hemos tenido un ejemplo extraordinario de esa dimensión política y económica del amor al prójimo, a la altura de su tiempo histórico: son las Misiones Jesuitas del Paraguay. Pues allí los misioneros no se contentaron con la “denuncia” del encomendero, ni con el auxilio al indio desvalido, sino que lo pusieron en condiciones de valerse, le incorporaron la tecnología de la época y lo organizaron socialmente. El Evangelio exigió transfigurar las condiciones sociales del indígena, para que el Evangelio pudiera predicarse. Pero la transfiguración misma de la naturaleza y de la sociedad indígena fue un fruto del Evangelio.
Aquí, dada la enorme distancia histórica a cubrir, la dialéctica fraterna entre el misionero y el indio, se hizo dialéctica padre-hijo, sustituyendo la de amo-esclavo de los encomenderos. Hoy, para nosotros, cristianos, “repetir” las Misiones Jesuíticas significa en uno de sus aspectos capitales impulsar las ciencias y técnicas de la naturaleza, promover nuestra revolución cultural, y levantar la Industria Pesada. Otra actitud sería una esterilidad moralizante pero no concretamente ética, y ausente de raigambre histórica. Sin Industria no hay desarrollo, ni independencia nacional, ni nivel de vida aceptable, ni posibilidad de justicia social y libertades políticas democráticas. No proponerse tal camino dejaría a los valores religiosos y éticos flotantes por encima de la historia, o sea, jugando un papel reaccionario.
A nuestro criterio, entonces, la formación filosófica y su relación profunda con la epistemología y las ciencias de la naturaleza (y el juicio de su pretensión de hacerse ciencias del hombre y la sociedad homogéneamente) es una dimensión esencial para una verdadera política de la cultura en América Latina. En este aspecto, las Universidades Católicas latinoamericanas tienen una responsabilidad inmensa. Pues no se trata de yuxtaponer una “materia” más a todas las carreras, sino que el conjunto mismo de su enseñanza esté impregnada, animada, por tal problemática. De lo contrario, nos exponemos a los estragos del “pensar unidimensional” y de modo totalmente acrítico. Lo que involucra nefastas consecuencias políticas, culturales y religiosas: se seguiría empujando así a las nuevas generaciones a una visión de la realidad invertebrada, dividida, fácil presa del lugar común, y poco eficaz para las necesidades reales de América Latina y de la propia Iglesia.
Cultivemos lo que más nos falta: disciplina y rigor intelectuales. Ahoguemos de una vez la payada subdesarrollada de la que todos somos víctimas. La filosofía, las ciencias de la naturaleza, la Industria, exigen el ascetismo crítico de la razón. Hoy, más que nunca, los latinoamericanos debemos asumir esa exigencia, radicalmente ligada a la unidad analógica de la verdad y a la liberación de América Latina.
Pues como señala Bonhoeffer: “Nadie experimenta el misterio de la libertad, si no es por la disciplina”.
Alberto Methol Ferré, (Montevideo, 31 de marzo de 1929 – 15 de noviembre de 2009) filósofo, teólogo, precursor de la teología latinoamericana, ensayista, docente de historia e historiador.
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