“Un pequeño país modelo” era el título de un programa de gobierno en la última elección. Tras años de dirigir CERES, el economista y candidato presidencial Ernesto Talvi destacaba en la introducción de este documento que en 1950 nuestro país figuraba entre los 20 más ricos del mundo, y que los salarios de los trabajadores uruguayos superaban en un 50 % al de sus pares españoles. Pero mientras los estudiosos del proceso socioeconómico puesto en marcha a principios del siglo XX por Batlle y Ordóñez, Manini Ríos y Domingo Arena destacan sus distintivos rasgos nacionales, el exdirector de CERES prefirió atribuir el punto de partida en “lo que Batlle y Ordóñez había soñado desde Europa”.
Hace 10 años, desde el mismo instituto se instaba a “imitar” modelos de países pequeños y exitosos como Irlanda, Nueza Zelanda, Dinamarca o Finlandia. Para ese entonces ya se intentaba dejar en un segundo plano a ese “modelo chileno” que aún inspira a muchos en nuestro país, y que quedara inmortalizado con la carta de “instrucciones” que Milton Friedman envió al Gral. Pinochet en 1975, luego de su visita al país trasandino.
En efecto, en la versión 2009 del concurso de modelos, CERES todavía mantenía a Chile en el podio. “No hemos logrado tener una estrategia interna, integral de desarrollo que desarticule las barreras que frenan la prosperidad para que podamos crecer sostenidamente a tasas elevadas, por encima de las que está teniendo el mundo desarrollado, como está pasando con Chile”, expresaba su director ejecutivo en entrevista con Emiliano Cotelo.
Según se desprende de la última columna publicada por el Ec. Ignacio Munyo en el diario El País, parecería que CERES propone ahora que nuestro país adopte el “modelo australiano”, un envase nuevo para presentar la vieja fórmula de desindustrialización, desarticulación de las relaciones entre empresas y trabajadores, y “apertura unilateral” de importaciones. Todos ellos elementos clave en ese decálogo de recetas neoliberales al que normalmente asociamos con el Consenso de Washington.
Esta suerte de envanecimiento con modelos extranjeros empezó a mediados del siglo pasado, cuando Uruguay debió enfrentarse a la caída en la demanda de nuestras exportaciones luego de terminada la Guerra de Corea. El viaje de Luis Batlle Berres a Estados Unidos en 1955 sería en efecto uno de los últimos intentos por mantener un desarrollo económico auténticamente nacional. Claramente no necesitábamos “modelos”. Lo que necesitábamos en esa compleja coyuntura eran mercados para nuestros productos, “porque cuando vendemos, vendemos trabajo”, acudiendo a las palabras de Batlle Berres.
Pero el gobierno que asumiría en 1959 no lo entendió así, optando en cambio por abrir la puerta para que una nueva institución entrara en la cosa nacional: el FMI. En efecto, la Reforma Cambiaria y Monetaria, inspirada en la doctrina del FMI, se convertiría en el primer hito del proceso de desindustrialización que apuntó a revertir ese modelo de desarrollo nacional que con sus aciertos y errores había ido cobrando forma durante la primera mitad del siglo XX.
En 1960, un año después, nuestro país firmaba su primera carta de intención con el organismo. En el ínterin, el Brasil de Juscelino Kubitschek avanzaba vigorosamente con su plan de desarrollo nacional que prometía alcanzar “50 años en 5” y que daba nuevo impulso al camino trazado por Getulio Vargas.
A pesar del éxito que mostraban las políticas de desarrollo nacional aplicadas al otro lado de la frontera, nuestro país siguió de largo en la búsqueda de modelos a imitar. Fue así que en la década de los ´70, luego que Pacheco Areco y su ministro César Charlone –veterano en superar crisis– habían logrado sacarnos de la crisis provocada por la reforma cambiaria, caímos de vuelta en un esquema neoliberal que nos dejó en las puertas de la década perdida de los ´80. No habiendo aprendido del error de los episodios anteriores, en la década de los ´90 compramos el credo del Consenso de Washington, al mismo tiempo que nos amadrinamos a la Argentina de Menem y Cavallo. El tercer episodio de atraso cambiario de la segunda mitad del siglo XX nos llevó lenta y consistentemente hacia el despeñadero del 2002. De forma conveniente, le terminaríamos cargando las culpas al país vecino como si no hubiéramos tenido parte en el asunto.
Claramente el desarrollo económico es más complejo que un simple concurso de modelos. “En última instancia, lo que las economías necesitan son ideas sólidas, no necesariamente un nuevo modelo. En el momento en que cualquier conjunto de ideas se convierte en pensamiento dominante, queda plagado de generalizaciones y perogrulladas de talle único destinadas a resultar inútiles y engañosas”, explica Dani Rodrik en su última columna en Project Syndicate.
Para el destacado economista, cultor de políticas de desarrollo, fortalecer las clases medias y desparramar los beneficios de la tecnología por toda la sociedad requiere de una estrategia explícita de creación de buenos empleos centrada en la promoción de tecnologías favorables a los trabajadores. Rodrik advierte además que centrarse únicamente en las restricciones monetaria y fiscal deja poco espacio para la innovación y la experimentación con políticas alternativas. Esto nos recuerda que el mundo no logró emerger de la Gran Depresión con fórmulas de libro de texto, sino como resultado de un proceso sistemático de experimentación con diferentes políticas. “Es de sentido común elegir un método y probarlo. Si falla, admítelo con franqueza y prueba otro. Pero, por encima de todo, intenta algo”, dijo Franklin D. Roosevelt, fuerza inspiradora del New Deal.
Para La Mañana, el modelo a perfeccionar es el uruguayo, ese que permitió que construyéramos una sociedad armoniosa que exhibimos con orgullo ante el resto del mundo. Ese modelo nacional es el que siempre está al firme para rescatar al país cuando llega el momento de pagar la cuenta de las novelerías de turno. Llegado el momento, esos capitanes lacustres que condujeron al país al medio de la tormenta desaparecen y es necesario llamar a los viejos almirantes. Y así, en las instancias más críticas, recurrimos a los César Charlone y a los Alejandro Atchugarry, dos gigantes que permitieron mantener al país unido y funcionando en condiciones de tensión extrema.
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