Cada 12 de octubre revive la polémica: la “conquista” de América, ¿fue un genocidio? O más bien –como dice Marcelo Gullo en su magnífico libro “Madre Patria”–, ¿fue el fin del genocidio azteca y la liberación de América? Veamos…
El 3 de agosto 1492, Cristóbal Colón partió hacia occidente con intención de llegar a las costas de Asia por el este. Por el camino se topó con “las Indias”. El encuentro entre estas dos civilizaciones tan distintas no tiene parangón en la historia de la humanidad, pues ninguna de las partes sabía cómo actuar frente al otro. Por eso, la historia de “las Indias” es la historia del esfuerzo de pueblos muy distintos por aprender a convivir. Unos, a veces guiados por la caridad cristiana y otras por la ambición humana; y otros, observando con asombro la tremenda diferencia que existía entre los crueles y sanguinarios dioses de sus ancestros, y el “Dios bueno” de los cristianos. Es más, si se quiere hablar de “conquista”, creo que el término no debería usarse en su acepción de sometimiento, sino en su acepción de seducción.
Ciertamente, no todo fue color de rosa. Como en toda obra humana, hubo abusos. Pero también hoy los hay, desde organismos internacionales que pretenden imponer a todo el mundo una peculiar visión de los Derechos Humanos. La diferencia radica en que durante la “conquista” los abusos fueron denunciados por los propios misioneros, que eran la conciencia de la Corona en las Indias. Tanto las justas denuncias de Montesinos de 1513, como las colosales exageraciones de Bartolomé de las Casas de mediados del siglo XVI –por citar solo dos casos– fueron escuchadas: se convocaron juntas y en la de Valladolid de 1550 se llegó a cuestionar la moralidad de la presencia española en las Indias.
En todos los casos, la Corona española hizo lo que estuvo en sus manos para que se respetara la dignidad de los nativos, de acuerdo con el testamento de Isabel la Católica del 12 de octubre de 1504: “No consientan ni den lugar a que los indios, vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno de sus personas y bienes, más manden que sean bien y justamente tratadas. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean”. Por eso nacieron y se fueron mejorando las Leyes de Indias: para que a los nativos americanos, se les tratara con la misma dignidad que a cualquier súbdito español nacido en la Madre Patria.
La legislación de Indias de la Corona española fue avanzadísima para su tiempo con respecto a otras naciones conquistadoras de pueblos. Pero fue la diferencia entre el día y la noche para las decenas de pueblos sojuzgados por los aztecas: estos, obligaban a aquellos a “aportar” hombres, mujeres y niños para sus sacrificios humanos… ¡que eran diarios! Los aztecas creían que para que el Sol no perdiera fuerza, debían alimentarlo a diario con víctimas humanas. En tiempos de sequía, sacrificaban niños para que sus lágrimas atrajeran la lluvia. En lo alto de las pirámides, los sacerdotes arrancaban los corazones de las víctimas y se los comían, mientras tiraban los cuerpos escaleras abajo para ser comidos por nobles y soldados. Cada año –como mínimo– se sacrificaban unos 20.000 esclavos en estos ritos.
Por eso, cuando llegaron los españoles, los pueblos oprimidos los consideraron libertadores: cuando Hernán Cortés llegó a México acompañado por 400 soldados, doce caballos y siete cañones, muchos vieron en él a su salvador, y ello les dio coraje para hacer frente a sus opresores. Y cuando vieron cómo los soldados españoles, con sus imponentes armaduras, se arrodillaban de delante humildes frailes, pobremente vestidos, la mayoría creyó que ese “Dios bueno” de los cristianos era realmente el único y verdadero Dios.
Así fue que la Corona española, animada por el espíritu católico, se convirtió en referente moral y espiritual de los pueblos iberoamericanas. Y esto ocurrió porque los Reyes Católicos sabían que sus decisiones de carácter temporal tendrían para ellos consecuencias de orden espiritual. El Imperio español no era una teocracia, donde el poder espiritual se confundía con el poder temporal, ni un Estado ateo y laicista, carente de referentes morales externos. Era un Estado gobernado por hombres sensatos, que aceptaban las críticas, que estaban abiertos al debate de ideas, pero que por sobre todo, eran conscientes de que debían responder ante Dios. Por eso, procuraban obrar como Dios manda.
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