La obra cumbre de Thomas Carlyle, El Culto al Héroe y lo Heroico en la Historia, se puede resumir en que “la historia del mundo es la biografía de los grandes hombres”. Para el crítico pensador inglés, el héroe es aquel individuo apegado a la causa de la realidad que da su vida para combatir contra la falsedad y las apariencias. Los héroes son grandes hombres que con su acción y palabra marcan el camino a todos los demás hombres.
Carlyle, en su rigidez retórica, se transforma en un disidente de los modelos políticos que se perfilaban en su época y llega a afirmar que “la democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan”.
Bajando el punto de mira del escritor británico, pensamos que la trama de la historia está generalmente confeccionada -para bien y para mal- por hombres comunes que acceden a la primera plana de los puestos en la conducción política, porque el destino o los astros alineados en su favor le han sido propicios, en la medida que estén en activa carrera, con la férrea voluntad de llegar. Y para que la fortuna los trate con cariño, además deben poseer condiciones excepcionales, no solo intelectuales, sino ese don de Dios que se denomina carisma.
Carlos Saúl Menem, figura política de indudable protagonismo en la región, a la hora de hacer un balance de su vida, diríamos que no calificaría para integrar la galería de Carlyle. Pero tampoco la de un antihéroe. Con sus luces y sombras, si denunció la impronta de un aventajado conductor de gente, lo que en nuestra tierra denominamos caudillo.
Menen, fue uno de los tantos perseguidos de la llamada Revolución Libertadora, aunque su proscripción no tuvo gran tenacidad en la medida que se trataba de un joven descendiente sirio-libanés, de la periferia provincial. Desafiando adversidades, trazó como meta de su vida, alcanzar las máximas distinciones. Primero en su tierra natal llegando a gobernador de La Rioja y luego mimetizado con la personalidad de aquel gran riojano que fue Facundo Quiroga (cuyo asesinato se perpetró un 18 de febrero de 1835), y adoptó su imagen, con sus tupidas patillas. Y lentamente fue llenando el vacío que existía en la dirigencia del decapitado movimiento justicialista, hasta alcanzar la presidencia de la Nación.
Fue la persona que más tiempo ha detentado de un modo continuo y constitucional, la máxima magistratura de aquel país.
Es muy fácil hacer la crítica, sin insertarlo en el contexto dominado por el Consenso de Washington y, enumerar los errores que su administración cometió.
Conviene recordar que su contrincante perdidoso en las reñidas elecciones de 1989, de la Unión Cívica Radical (UCR), Eduardo Angeloz, gobernador de Córdoba, tenía como bandera electoral la privatización indiscriminada de todas las empresas estatales y abrir el país a la más absoluta desregulación, desde el vamos. Tampoco hay que olvidar que Menem asumió la presidencia en forma anticipada, de su antecesor Raúl Alfonsin, por la impopularidad insostenible de un gobierno responsable de la mega inflación que había sumido al país.
Es bueno cuando se juzga una gestión política abrir un debe y un haber.
En el haber de Carlos Saúl Menem no podemos dejar pasar las buenas relaciones que cultivó con nuestro país y el impulso decisivo que le dio al Mercosur.
Además, bregó por la reconciliación nacional promoviendo una amnistía tanto para militares como para guerrilleros, tratando de cicatrizar las heridas que dejaron tantos años de cruento enfrentamiento, con una brutal represión digitada desde el extranjero.
Se animó a repatriar los restos del discutido gobernante Juan Manuel de Rosas, desafiando el anatema de mármol que profetizaba “ni el polvo de tus huesos la América tendrá”. Ordenó levantar en Buenos Aires, en el legendario Palermo, donde residía el “Restaurador de las leyes”, una estatua al vencedor de la Vuelta de Obligado, a cuya inauguración concurrieron numerosos dirigentes del Partido Nacional. En el monumento ecuestre, hizo grabar en bronce, en lugar bien visible, el testamento por el cual el Libertador José de San Martín desde París, le legó el sable corbo que lo acompañó en la campaña de los Andes, como reconocimiento y agradecimiento a Rosas como el gran defensor de la soberanía del Río de la Plata.
“El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sur, escribe el Libertador San Martin, será entregado al general de la República Argentina, Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”
Además, Menen, hizo imprimir su efigie en el billete de diez pesos.
La muerte del expresidente argentino, hace aflorar a mi memoria, dos anécdotas que dan vigencia a la imagen del folclórico caudillo riojano.
Allá por la década de 1960 conocí en la Azotea de Haedo, lugar al que era asiduo concurrente, sobre todo en los veranos, al historiador José María Rosa que acababa de publicar la historia argentina en 13 tomos. Formaba parte de una pléyade de destacados intelectuales y artistas rioplatenses, que el político blanco Eduardo Víctor Haedo reunía en su residencia de verano.
Me hice muy amigo de este ex magistrado, investigador de archivos, reconocido profesor de historia, hombre mundano, con su pipa y su ineludible parecido a Hemingway, que desde unos pocos años atrás había regresado de España. Habitaba una simpática casita sobre las rocas en la Barra de Maldonado, que había bautizado de Sudestada, el clásico temporal de viento típico de nuestra región, seguramente evocando la cortina que le permitió a Liniers burlar la escuadra británica, y al frente de un contingente de orientales liberar Buenos Aires.
Allí concurría muy seguido porque escuchar a Rosa en largos recorridas por la historia era como vivirla.
No le gustaba exhibirse como exiliado, aunque sí lo era en aquel tiempo.
Pasando el tiempo en una de mis infaltables visitas, en 1986 me dice, “¿no me llevarías en tu auto a la Rioja? El gobernador Carlos Menen me anunció que le va a poner mi nombre a la biblioteca pública (provincial) y a un barrio y le gustaría que yo estuviera”.
“Es un viaje largo, pero conocer a un personaje de ese porte vale la pena”, le respondí. Después hablé con Angélica (su compañera), y me dijo que su estado de salud le impediría recorrer un itinerario tan largo.
Poco tiempo después José Ma. Rosa dejó su casa de la Barra y se instaló en Buenos Aires en un departamento de la calle Malabia (hoy Siria) donde lo seguí visitando.
La otra historia concomitante ocurrió en el año 1992. Menem presidente de Argentina visita Uruguay.
El embajador en nuestro país era Benito Llambí y la embajadora Beatriz Haedo, que me invitaron a la recepción que a mediodía ofreció el Jefe de Estado argentino a nuestro presidente Luis Alberto Lacalle. Concurrí a la tradicional embajada en el Prado, en Av. Agraciada y 19 de abril. Ingresando en la emblemática Quinta de Berro, a la entrada me recibieron los anfitriones y a su lado Menem impecablemente vestido, con un dejo de dandy porteño, con el gesto hierático del que está habituado al saludo repetido de gente variada.
Por primera vez se me ofrecía la oportunidad de hablar con un presidente argentino. Y abusando de lo estrictamente protocolar le digo “Presidente, tuve la oportunidad de conocerlo como gobernador de la Rioja hace unos años cuando José Ma. Rosa me pidió que lo acompañara. Lamentablemente su estado de salud no le permitió desplazarse y él en avión no quería ir”. Fue decirle eso y su rostro impasible se descomprimió y con una sonrisa mundana me respondió: “Pepe, lo más grande, se nos fue hace un año”.
Terminados los saludos protocolares, Menem desapareció de la escena. Se había cambiado de ropa y se fue a jugar al tenis con Lacalle en la cancha de la embajada.
Me contó Silvia, la secretaria de la embajada, que Lacalle, después del partido, al salir del vestuario le hizo un elogio de la corbata, en clave de piropo político. “Qué linda corbata”, dijo. Y Menem le respondió: “¿Te gusta Cuqui?”. Al poco rato se la hace llegar a nuestro presidente, a través de un colaborador, como obsequio. Escena con ribetes de la Patria Vieja.
Hugo Manini
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