Hace poco nos preguntábamos si el desconocimiento de nuestra condición de seres creados a imagen y semejanza de Dios, y el consecuente rechazo de la cosmovisión cristiana sobre la que se construyó la civilización occidental, no sería la causa de que nuestra cultura se esté derrumbando como un castillo de naipes.
Si respondemos afirmativamente a estas cuestiones, lo que sigue es preguntarnos: ¿educamos a los niños teniendo en cuenta que son seres creados a imagen y semejanza de Dios, o los educamos como a meros descendientes del mono? ¿Los educamos para la santidad, o bien para cumplir un ciclo de vida más o menos productivo y responsable?
Según una encuesta de 2017, solo la mitad de los adultos que recibieron formación católica en Montevideo, parecen haber realizado algún esfuerzo por transmitirla a sus hijos. Da la impresión que para muchos, Jesucristo sería más un “referente moral” –o a lo sumo el fundador de un “sistema de valores”–, que el Hijo de Dios encarnado, muerto en la Cruz para redimirnos del pecado, y resucitado –¡vivo!– para que tengamos vida eterna.
¿Cuál es el fin de la educación? Santo Tomás de Aquino dice que es “conducir y promover a la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre: el estado de virtud” (humana y sobrenatural). Por eso, sería buena cosa que al menos los católicos educáramos a nuestros hijos teniendo en cuenta que cada niño es una persona con alma espiritual inmortal, con inteligencia, voluntad y libertad, pasiones y apetitos, que deben ser educados para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y en la vida eterna.
Para eso –dicen los que saben– lo mejor es educar desde las causas –removiendo los obstáculos que dificultan el aprendizaje–, a hombres capaces de pensar y de aprender por sí mismos, de deleitarse y de asombrarse, de contemplar… y de alcanzar la sabiduría.
El gran profesor estadounidense John Senior, decía que “educar es cultivar santos”. Y ello implica educar para el amor, para la liturgia, para la Misa, para descubrir la verdad, practicar el bien y contemplar la belleza. Para amar a Dios y al prójimo, y para ir al Cielo. Ello no significa que todos deban ser curas o monjas: ¡santo puede ser cualquiera! Significa sí, que hay que enseñar a administrar la libertad y a contemplar la realidad desde una cosmovisión cristiana.
Precisamente por eso es necesario enseñar a razonar, a aprender, a ver la realidad visible e invisible como un todo integrado, atendiendo tanto a lo cuantitativo como a lo cualitativo. Hoy más que nunca, es necesario enseñar a confiar en la razón para descubrir la verdad, a entrenar el corazón para hacer el bien, y a usar los sentidos para contemplar la belleza. Sin que exista, naturalmente, oposición entre razón, corazón y sentidos…
Si bien los sistemas educativos modernos llevaron la alfabetización a las nubes, las grandes masas hemos sido educadas más para hacer que para pensar y contemplar. El fraccionamiento de saberes en materias que provocó el enciclopedismo ilustrado, concentró la atención en los particulares, indujo al olvido de los universales, dificultó la comprensión de la realidad como un todo y llevó a que hoy la “religión” sea una materia más, y no el fin último alrededor del cual gira toda la educación cristiana.
Además, como el entrenamiento de la razón está bastante descuidado, hoy domina lo intuitivo, lo inconsciente y lo irracional: muchos son presa de sus emociones, porque no saben dominarlas con sus intelectos.
¿Cómo recuperar la cosmovisión cristiana en el hogar y en la educación? Frecuentando la naturaleza y contemplando su belleza; fomentando la imaginación a través de la lectura de los buenos y de los grandes libros clásicos; integrando saberes y procurando adecuar el intelecto a la realidad; recuperando el conocimiento poético, que eleva el alma y conduce al asombro; “transversalizando” la religión y conectando con ella los saberes seculares; involucrando a los padres y formando en virtudes, en lugar de “en valores”. Esto exige una conducta ejemplar por parte de quien tiene la misión de educar: nadie puede dar lo que no tiene, ni enseñar lo que no vive.
No se nos escapa la brutal incorrección política de nuestro planteo. Pero creemos que no hay otra forma mejor de enderezar el rumbo de nuestra sociedad. Solo hacen falta padres y docentes que estén dispuestos a procurar una verdadera y auténtica transformación educativa, empezando por donde hay que empezar: el hogar.
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