El debate de la semana pasada entre los senadores Manini Ríos y Andrade introdujo innovaciones interesantes en el escenario político nacional. Quizás la de mayor destaque fue la expresión utilizada por el líder de Cabildo Abierto para describir las políticas económicas llevadas adelante por los gobiernos del Frente Amplio. Asombrando a la audiencia, Manini habló de “astoribergarismo”, provocando una explosión entre hilaridad y aprobación por el gráfico neologismo que las redes sociales rápidamente convirtieron en tendencia de twitter con el hashtag #astoribergarismo.
Pero, ¿qué es el astoribergarismo? ¿Se puede individualizar un cuerpo programático detrás de las decisiones de Danilo Astori y Mario Bergara? ¿O fue el mero resultado de la acumulación de acciones por parte de un par de oportunistas que malgastaron el mayor shock positivo de la historia del país?
La intención de este artículo es caracterizar al astoribergarismo, intentando hilvanar las causalidades que los fueron conduciendo de una decisión a otra, mientras navegaban la ola de la suba en los precios de los commodities. En muchos aspectos, sus políticas parecieron enmarcarse dentro de la caracterización efectuada décadas atrás por los economistas Rudiger Dornbusch y Sebastián Edwards en su “Macroeconomía del populismo en la América Latina”, que bien podría constituir la “base teórica” de la conducción de estos dos académicos de cabotaje. Pero otros aspectos resultan mucho más difíciles de encuadrar y probablemente solo se pueden explicar por los fuertes compromisos asumidos con múltiples lobbies.
Expansión desenfrenada del gasto y “espacio fiscal”
El pilar fundamental del andamiaje astoribergarista fue el sostenido aumento en los niveles de gasto público y su creciente peso en el producto. El gobierno del Frente Amplio entregó el gobierno con un gasto primario del sector público rondando los US$ 18 mil millones anuales, lo que representaba el 31% del PBI. El peso global del Estado en el PBI aumentó en diez puntos durante el período, lo que implica una correspondiente contracción del peso del sector privado, mayormente a costa de las pymes. El fuerte crecimiento de la economía en los años que siguieron a la crisis del 2002 permitió en sus etapas iniciales financiar este gasto con aumentos en la recaudación, el llamado “espacio fiscal”. Pero el gasto crecía procíclicamente y con más rapidez que el producto, colocando al déficit fiscal en una trayectoria ascendente e ininterrumpida hasta que la ciudadanía los desahució de Colonia y Paraguay.
Explosivo aumento en la deuda pública y “agenda de desdolarización”
Inevitablemente el déficit tenía que financiarse, lo que llevó al astoribergarismo a duplicar la deuda pública. A pesar de esa creciente dependencia del financiamiento externo, cerraron incomprensiblemente la Oficina de Deuda que Uruguay mantenía en Washington, representada por el reconocido economista Carlos Steneri, quien había tenido un rol fundamental en las negociaciones con acreedores y organismos en el 2002. En su lugar optaron por los múltiples “roadshows” que, desde Montevideo, les venían organizados por agentes financieros privados. Fue en estos encuentros que los compradores de bonos visualizaron en nuestro país un excelente destino para el “carry trade”, convenciendo a estos noveles financistas de que existía mercado para emitir títulos en dólares, indexados a la moneda local. Es así que la Unidad de Deuda comenzó a anunciar con bombos y platillos una “desdolarización de la deuda” que, en términos prácticos, implicaba un subsidio a los especuladores al costo del BCU, cuyas pérdidas se fueron acumulando.
Insoportable presión fiscal
Eventualmente, las agencias calificadoras de crédito empezaron a advertir que este esquema no era más que una nueva versión del proceso descrito por Dornbusch y Edwards. Ante el previsible final, empezaron a alertar a nuestro país sobre la “insostenibilidad de la deuda”. Para ese momento ya se había acabado el “almuerzo gratis” fogoneado por el boom de consumo y era necesario incrementar la recaudación en una economía que ya mostraba signos de estancamiento. No quedó más remedio entonces que aumentar la presión fiscal, lo que se hizo de varias maneras. Se instauró el IRPF, que más que un impuesto a la renta, se convirtió de hecho en un impuesto a los ingresos, fuertemente sesgado contra los salarios. También se eliminaron deducciones al impuesto a las rentas empresariales llevando las tasas efectivas a niveles propios de países escandinavos.
Desestímulo a las inversiones y la creación de rentas privadas por parte del Estado
La presión fiscal y el atraso cambiario –con perdón de los sofisticados guardianes del término– pusieron freno a la inversión privada, lo que derivó en esa gigante distorsión de los incentivos fiscales administrados por la COMAP en favor de las grandes empresas e intereses particulares. De este modo, en lugar de incentivar las inversiones de pymes, el Estado optó por subsidiar la construcción de grandes superficies, salones de exhibición de productos importados y múltiples inversiones con poca conexión con el aumento de la capacidad exportadora del país.
La penalización del trabajo en relación al capital
El mecanismo de la COMAP permitió que en la práctica las grandes empresas –costosas y bien conectadas consultorías mediante– encontraran los atajos que les permitirían bajar su carga impositiva. Como corolario, el peso de la recaudación se fue desplazando hacia los trabajadores, a través de ese impuesto a los salarios en que se convirtió el IRPF. Con este desestímulo a la generación de empleo, no pudo sorprender a nadie que las empresas hubieran optado por la incorporación de tecnologías más intensivas en la utilización de capital, contribuyendo así al aumento en el desempleo.
La concentración empresarial fomentada desde el mismo Estado y el sindicalismo “caviar”
Las políticas astoribergaristas tuvieron un doble efecto sobre el empresariado. Por un lado, la creciente carga fiscal provocó un fuerte aumento en la concentración empresarial, en una carrera por aumentar en la escala y reducir la competencia que permitiera conservar los amenazados márgenes de ganancia. Por otro, la creciente discrecionalidad en el otorgamiento de exenciones fiscales fue favoreciendo al empresariado buscador de rentas, en detrimento de las cada vez más desamparadas pymes, sin el poder económico o político que las hiciera sentir su peso. Finalmente, la concentración empresarial favoreció el surgimiento de una nueva casta de dirigentes sindicales, de naturaleza “caviar”, capaces de lograr grandes “conquistas” salariales con la complicidad de empresas monopólicas y monopsónicas que pasaron el costo de los aumentos a los consumidores y pequeños proveedores sin ninguna capacidad de negociación. La cuenta la pagaron las pymes y la inmensa mayoría de los trabajadores.
El BCU convertido en engranaje del atraso cambiario, al costo de su propio balance
El BCU pasó a ser objeto de todo tipo de experimentos, en un esfuerzo por refundar una organización con amplia experiencia acumulada en el manejo de la política monetaria de una economía fuertemente dolarizada. Primero fue el fetiche de fijar un objetivo inflacionario que, salvo excepciones, nunca se cumplió. Cuando las presiones fiscales forzaban la inflación por encima del temido 10% anual, el BCU se apresuraba a vender dólares, provocando su caída. El efecto combinado de la elevada inflación y la caída del dólar fue letal para un sector agroindustrial que vio subir sus costos en dólares al ritmo del 15%-20% mientras el precio de los commodities bajaba. Casi sin que nos diéramos cuenta, la política monetaria pasó a ser regida por el bizarro esquema de los “platitos chinos”. Una vez que pasaba temporariamente el susto de la inflación, entraban las presiones de los exportadores. Allí el BCU salía en la dirección contraria y compraba dólares financiados con costosas Letras de Regulación Monetaria en pesos, pagando tasas que superaban por entre 6% y 10% las tasas activas. Es así que lograron convertir el balance del BCU en una especie de mesa de saldos, el resultado residual de irresponsables políticas fiscales y de la especulación oportunista de actores del sector financiero.
La “inclusión financiera” y la banalización de la usura
La crisis financiera global de 2008 mostró imágenes indigeribles para esa Europa desarrollada y progresista que, a través de la OCDE y las varias ONG, se nos quiso imponer en Uruguay. La cola de jubilados frente a un pequeño banco británico para retirar su dinero movilizó al sistema financiero mundial detrás de una agenda que permitiera reprimir la utilización de efectivo, otorgando de ese modo a los bancos una posición de privilegio en la emisión de dinero privado (depósitos) en detrimento del dinero emitido por el propio Estado (efectivo). Esa agenda no tardó en llegar a Uruguay, disfrazando de “inclusión financiera” lo que en efecto no era más que un gran presente a los bancos y a las empresas tecnológicas ostensiblemente relacionadas al poder político. Con más pesos a tasa cero, los bancos y sus subsidiarias financieras se vieron beneficiadas de un aluvión de fondos que les permitieron expandir su segmento de negocios más rentable, el de los préstamos al consumo a tasas que superaban, legalmente según el BCU, el 150%.
La subordinación de nuestra soberanía económica ante el altar de la OCDE
Nuestra Nación conocía desde la década del 1960 la subordinación a la condicionalidad del FMI, la contrapartida a los varios rescates de que fue objeto nuestro país desde que se embarcó de lleno en las políticas neoliberales. En efecto, en el contexto de la Guerra Fría, eran pocas las opciones reales accesibles a nuestro país. Un contexto diametralmente opuesto al que heredó el Frente Amplio, con una economía saneada y en crecimiento, precios de commodities en alza y una China pujante que daba por tierra con la visión unipolar del mundo. Sin embargo, el astoribergarismo se abrazó a una OCDE dominada por naciones europeas en proceso de decadencia, preocupadas solamente por proteger sus derechos de pernada sobre el mundo subdesarrollado. Todo con la expectativa del premio de algún carguito en París.
Otros legados del astoribergarismo que pagamos hasta el día de hoy
En paralelo al esquema económico macro y micro definido con anterioridad, los equipos de Astori y Bergara tuvieron una importante responsabilidad en la implementación de políticas nefastas en instituciones muy relevantes para nuestra economía, como ser la Aduana, el BROU y el sistema mutual de salud. La desastrosa gestión del Cr. Enrique Canon al mando de la Dirección de Aduanas –dependencia del MEF– quedó impregnada en la retina de los uruguayos con las imágenes que nos ofrecía la televisión internacional de contenedores llenos de cocaína que arribaban a los puertos europeos desde Uruguay, y que disparó la investigación de Europol sobre el rol de nuestro país como puerto de salida de estupefacientes. En el caso del BROU, la salida de Fernando Calloia –cuya brillante gestión quedó lamentablemente empañada por el affaire Pluna– habilitó la entrada de una legión de astoritos que diezmó a la otrora extraordinaria división de Crédito Rural, “habilitando” la entrada de la banca privada en un mercado dominado históricamente por el banco país. Finalmente, la reforma del sistema de salud implicó un enorme subsidio a los seguros médicos privados, en detrimento de un sistema mutual de salud que fue forzado a absorber a los nuevos socios del sistema asumiendo fuertes pérdidas, que explican en gran parte el endeudamiento que acumularon durante el período.
Lamentablemente, son muchos los aspectos de la vida económica y social del país afectados por este cuerpo doctrinario al cual, en forma sintética, nos referimos como astoribergarismo. Este decálogo intenta resumir los aspectos más característicos de ese pensamiento empírico al que hay que reconocerle el gran mérito de haber armonizado su ideología liberal-marxista con los grandes intereses que pasaron dirigir de facto la cosa pública. Es por ello que resulta necesario estar alertas ante cualquier síntoma de rebrote de esta enfermedad que logró meterse en el cuerpo de un país que se enfrenta, de forma algo tímida, a la tan necesaria como desagradable terapia de combate al tumor.
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