Hace tiempo, escuché a alguien decir que en el siglo XXI ya no es necesario hacer “apologética”, porque la defensa de la fe cae mal. Además, decía esta persona, Dios puede defenderse solo. Por tanto, lo que hay que hacer es apostar al diálogo.
Es cierto que, en rigor, Dios no necesita de nosotros: hemos sido creados por puro amor, nuestra existencia nada le agrega a Dios. Sin embargo, el Señor nos ordenó, imperativamente, ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio. Es como un padre de familia que no necesita de su hijo para cortar una flor y dársela a su esposa, pero le pide al niño que lo haga, para que participe activamente del amor de sus padres.
Es cierto también que es bueno apostar al diálogo, pero no buscando la paz a ultranza, sino afirmando nuestra identidad. Porque amar al prójimo, además de darle besos, abrazos y regalos, implica también corregirlo cuando yerra, para ayudarlo a salvar su alma. Puede que a veces duela, pero no hay mayor manifestación de caridad cristiana que ayudar a las almas a encontrar la salvación eterna.
Y es cierto también que hoy –como ayer– a muchos le cae mal que los católicos defendamos nuestra fe: ¿acaso Nuestro Señor Jesucristo fue abofeteado, escupido, flagelado, coronado de espinas y crucificado porque su mensaje caía bien entre los poderosos de su tiempo? No parece. Además, el Señor no nos dijo “no tengan enemigos”, ni “busquen siempre el consenso”, ni “sean empáticos”. Lo que nos dijo fue “amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores” (Mt. 5, 44).
Seguramente, él sabía que allí donde fuésemos a transmitir su mensaje, tendríamos enemigos y tendríamos perseguidores. Él sabía que su muerte y su resurrección iban a ser motivo de división entre los hombres. Por supuesto que no evangelizamos para crearnos enemigos: es la Persona cuya doctrina y cuya vida procuramos vivir e imitar quien molesta.
Jesucristo no predicó un buenismo empalagoso y sentimentaloide, ni nos enseñó a aceptar cualquier disparate, ofensa o blasfemia que se diga contra la fe o contra las verdades antropológicas más elementales. Cuando fue necesario, cortó por lo sano: no puso un puestito para confraternizar con los mercaderes del templo, sino que derribó las mesas de los cambistas.
¿Qué implica ser apologeta hoy? Explicar por qué la doctrina de la Iglesia no puede cambiar ni aggiornarse al punto de complacer a los medios de comunicación o a los poderosos de turno; aclarar qué dice la Iglesia sobre el matrimonio y el divorcio; sobre la sexualidad, la anticoncepción y el derecho a la vida; sobre los requisitos para ser sacerdote y la confesión de los pecados antes de recibir la Eucaristía, etc. La Humanae vitae, la Evangelium vitae, la Fides et ratio o la Veritatis splendor y el Catecismo, no han pasado de moda.
Rod Dreher afirma en su libro: “Vivir sin mentiras: Manual para la disidencia cristiana” que los cristianos deben “hablar, asociarse y crear redes, comunidades y grupos mientras se pueda”, pues “el totalitarismo hoy en Occidente —afirma— son corporaciones que te controlan más que el Estado mismo, que saben lo que dices y te castigan por ello”.
“Si no respondemos —sostiene Dreher—, nos hundirán. Muchos padres, quizá buenos cristianos, se rinden pensando que no pueden luchar. Claro que a todos nos da pereza luchar, que queremos hacer vida de hobbit confortable en La Comarca. Pero como los Jinetes Negros de Mordor ya están en La Comarca, tenemos que luchar”.
Los cristianos no queremos pelear con nadie. Nuestro mensaje es de amor, de misericordia, de perdón. Nuestro Señor nos dio ejemplo de humildad al nacer en un pesebre. Somos gente de paz. Estamos llamados a amar a todos, incluso a nuestros enemigos.
Pero eso no quiere decir que nos pueden tomar por tontos o por ingenuos, ni que debamos bajar la guardia cuando son atacadas las verdades más elementales, o bien, cuando se pretende tergiversar o cambiar la esencia de la doctrina católica y en último término, destruir a la Iglesia y la fe de las nuevas generaciones.
Por amor a los que están detrás, no podemos bajar los brazos. No sería un acto de caridad abandonar la lucha y privar a nuestros hijos de la verdad y de la fe que nos legaron nuestros padres y nuestros abuelos, por no confrontar, por no caer mal. No tenemos derecho a rebajar la verdad ni a callar –en nombre de un diálogo a cualquier precio–, ante un enemigo al que debemos amar y perdonar, sí; pero que –tengámoslo claro– nos quiere aniquilar.
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