Está anocheciendo y seguimos retozando bajo la lluvia. Se me unió mi hermana –la de trece años– con la condición, puesta por mamá, de que se pusiera el vestido más viejo, el que tiene un remiendo en la espalda. Porque las mujeres no usan pantalones, a no ser cuando salen a caballo; mamá prefiere hacerle vestidos a las tres, porque dice que son más prácticos que las polleras y blusas.
Los varones usamos pantalones cortos hasta los quince años, aunque mis hermanos mayores prefieren usar bombachas de campo, bien orientalas: anchas y con dos botones en los puños, como papá; yo prefiero los pantalones, pero en invierno voy a la escuela con bombachas, por el frío.
Entre mi casa y la escuela hay un valle como de cuatro cuadras de ancho, bastante húmedo en épocas normales, atravesado por dos zanjitas con unos pozos en los que uno puede bañarse; pero ahora está todo seco y vacío, aunque viene un chaparrón detrás de otro, que mi hermana Nena y yo aprovechamos para poner la cara hacia arriba y abrir la boca, y así beber la exquisita agua dulce del cielo.
Mientras jugamos carreras, saltamos y damos vueltas camota bajo la lluvia, mamá se asoma para vigilarnos: tiene terror de las tormentas porque hace años un rayo le mató una hija de siete años; por eso a cada rato nos grita: “Al primer relámpago o trueno se vienen inmediatamente; que no tenga que repetirlo”. Pero está contenta, porque según dice papá, lloverá toda la noche –“de eso tiene pinta”– y a ella le encanta dormir con el ruido de la lluvia en el techo de chapas de cinc, y aún hay tiempo para sembrar sus habas, chícharos y arvejas.
Mis hermanos –Tití y Duque, los mayores– preguntan a papá qué hacen con los caballos: si los dejan en el piquete o los largan al campo; porque cuando antes llovía mucho de noche tenía que ir a sacar ganado del sangrador, por el desborde del arroyo. Para quienes no sepan, un sangrador es una zanja muy curva que está cerca del arroyo y desemboca en él, formando casi una isla; como está en la costa, generalmente es honda y muy llena de barro, difícil de cruzarla.
Hay ganado que se mete en ese rinconcito, porque siempre hay humedad, el pasto está verde y crece rápidamente; pero cuando llueve mucho y se desbordan el arroyo y el sangrador, ¡adiós ganado!: no puede salir y muere ahogado.
Papá contestó: “Por mucho que llueva, con lo seco que está todo hace meses, no hay peligro de creciente; lárguenlos para el campo”.
Jesús H. Duarte, maestro
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