Con el título de la conocida obra de Juan Carlos Onetti, deseamos encuadrar estos breves comentarios sobre una historia que conmocionó a la opinión pública de ambos márgenes del Plata y su casi segura resolución, después de siete largos años de acongojada expectativa, no solo por sus padres y familiares, sino por todos los que observamos preocupados el derrumbe de un mundo que ya no ofrece certezas.
El asesinato de la adolescente Lola Chomnalez hizo dudar a todos –uruguayos y argentinos– de la justicia de nuestro país. Este dramático caso judicial que acumuló 5.000 hojas, no solo abonó el sentimiento de inseguridad que se ha instalado en nuestra sociedad desde hace muchos años, sino que comenzó a poner en tela de juicio la seriedad de la administración de la justicia penal. Pensar que en poco tiempo pasaron por la causa cinco jueces, cinco fiscales y cuatro encargados de la investigación judicial, lo que, sin dudas, afectó la indagatoria.
Aquel dicho de nuestros abuelos, de que la justicia tarda, pero llega, nos hizo pensar que era un aforismo perimido, parte de un pasado que no volvería nunca más.
Aquí hay que destacar varias cosas encomiables: en primer lugar, la firmeza y perseverancia de los Chomnalez, padres de la infortunada Lola, que no se dieron nunca por vencidos y no vacilaron en recorrer una y mil veces el reclamo de proseguir las investigaciones en busca del o de los verdaderos culpables del abyecto asesinato de su hija. No cejaron en la decisión de viajar a nuestro país superando la amargura y la tristeza que esto les ocasionaba.
Debemos también destacar la eficiente e ininterrumpida investigación de Policía Científica en la búsqueda incesante de decenas de posible autores del horrendo crimen, a partir de las huellas genéticas, que en definitiva resultaron la clave para acorralar al principal sospechoso.
Vaya a ellos el reconocimiento de toda la sociedad.
Pero el doloroso episodio, también nos ha dejado una enseñanza. Ya no asistimos al ridículo regateo procesal donde un fiscal apurado y un abogado bueno, regular o malo, acuerdan imponer una pena, mientras el juez en la tribuna no participa y solo firma sin intervenir, dejando en cada acaso otro pedazo de su menguado prestigio. Tuvo que venir un abogado de la Argentina para sacudir la modorra del proceso y gracias a la brillante investigación de una funcionaria policial especialista en genética, que conectando evidencias llegó a un resultado inobjetable, se encontró a un responsable. En el caso, la intervención directa del magistrado en los interrogatorios evitó el simulacro de proceso anticonstitucional y, como manda el texto matriz, hubo un proceso penal.
Así tendrá que ocurrir siempre, para lo que urge modificar de una vez un Código del Proceso Penal desastroso, inviable por los disparates que ha permitido y de pésimos resultados.
Justino Domínguez
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