Hace poco más de 32 años caía el muro de Berlín, abriendo una ventana de esperanza en millones de almas que, desde el momento en que fueron entregados en Yalta, vivieron la opresión del régimen más perverso que haya conocido la historia de la humanidad, expresada magistralmente por Solzhenitsyn. Todo había empezado con un humilde electricista de Gdansk que logró demostrar la fragilidad de un régimen basado en la opresión, la tergiversación y la subversión de los más sagrados valores humanos.
Pero Lech Walesa y Solidaridad no estaban solos. Al sillón de Pedro había llegado un gigante que con valiente determinación emprendió una avanzada que terminó con la caída de la Unión Soviética en 1991. El año siguiente arrancaría con una gran dosis de optimismo a lo largo y ancho de todo el planeta. Los países del otro lado de la cortina instrumentaban democracias a imagen y semejanza de sus pares occidentales. Los empresarios occidentales empezaron a viajar hacia el Este en la búsqueda de mercados y alianzas comerciales. En el proceso tiraron las viejas fábricas abajo, como si con la destrucción física bastara para exorcizar los horrores del régimen anterior.
Hoy el viejo astillero de Gdansk es un paisaje desolado y abandonado, sin buques, sin trabajadores. ¿Qué pasó en el medio? Lo que ocurre con todas las revoluciones que son capturadas por minorías con intereses propios y que llegan al momento de comerse la torta. Llamémosle jacobinos, bolcheviques… o neoliberales.
En efecto, rápidamente se impusó el discurso de que la victoria había sido de la libertad, y por tanto correspondía liberalizar y privatizar todo, confundiendo convenientemente libertad política con libertinaje económico. Burda falacia por supuesto, ya que la resistencia la había dado un grupo reducido de héroes que, bajo el ideal de libertad como estandarte, se animaron a enfrentar y combatir al opresor marxista. No fue de los burócratas y empresarios occidentales que a partir del día después comenzaron a aterrizar en los aeropuertos orientales con sus trajes oscuros y maletines llenos de recetas y contratos.
El año entrante se cumplirán 30 años de la caída de la URSS. ¿Qué nos dejaron estas tres décadas? ¿Cuál fue el progreso humano y social en el “occidente expandido”? ¿Será que detrás de la falacia neoliberal dejamos a los trabajadores abandonados a su suerte? Resulta pertinente recordar la encíclica Centesimus Annus que el papa Juan Pablo II emitió en 1991, en ocasión del aniversario de la Rerum Novarum. En uno de sus pasajes advertía sobre el mundo poscomunismo:
“La experiencia histórica de Occidente, por su parte, demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación son falsas, sin embargo, la alienación, junto con la pérdida del sentido auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal que “maximaliza” solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como hombre, según que aumente su participación en una auténtica comunidad solidaria, o bien su aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un fin”.
Son muchos los héroes que a lo largo de la historia pelearon por nuestra libertad, la mayoría de ellos de forma silenciosa. Como en toda lucha, los excesos son tan condenables como inevitables en esa actividad tan humana como lo es la guerra. Pero no debemos confundir los excesos individuales con la acción de instituciones que evitaron que nuestra sociedad cayera dentro de las garras de la tiranía y la degradación. Durante la década de los 90 nos dedicamos a disfrutar del consumo y los excesos de liviandad que se difundieron por la región, perdiendo de vista el abismo que el país había evitado solo dos décadas antes. Pero cuando parecía que todo había quedado enterrado en el pasado y mirábamos hacia el futuro, fuimos cayendo de rehenes de oportunistas de uno y de otro lado, que, por motivos políticos algunos y económicos la mayoría, explotaron el genuino dolor de las familias que sufrieron de forma directa el horror del enfrentamiento.
Hoy parecería que emprendemos una nueva instancia de oportunismo político, un nuevo capítulo de esa revolución traicionada por otros intereses, que alarmados por la perspectiva de un mundo organizado detrás de los preceptos de la Rerum Novarum, nos han dejado ante las puertas de una nueva tiranía. ¿Alguien concibe a Luis Alberto de Herrera y a Pedro Manini Ríos discutiendo cuarenta años después lo acordado en Aceguá?
Cristóbal R. Stefanini
TE PUEDE INTERESAR