El punto 7 del decálogo del Consenso de Washington instaba a los países a liberalizar las importaciones como elemento esencial de política económica. El argumento era que si existía más competencia en el mercado de insumos, la producción nacional exportable también sería más competitivo. En ese país de Alicia de las Maravillas regido por las ventajas comparativas y la mano invisible, todo el mundo saldría ganador. Así funcionaba más o menos el dogma.
El escueto espacio de esta carta no permite elaborar las nefastas consecuencias en términos de calidad de empleo y desarrollo industrial para todo país que cayó en esta trampa hace poco más de 30 años. Para el que esté interesado, puede repasar los trabajos de Dani Rodrik, Raghuram Rajan o Joseph Stiglitz. Ni que hablar de los pedidos de “perdón” a posteriori por parte del FMI y el Banco Mundial por haber llevado estas políticas como estandarte y haber condicionado a su aplicación el desembolso de asistencia financiera.
Resulta por tanto llamativo que una de las medidas anunciadas anoche por la ministra de Economía Azucena Arbeleche para controlar los precios pase por bajar aranceles de importación a harinas y aceites; justamente de los pocos sectores donde existe una vigorosa industria nacional. Esto va a 180 grados de las políticas de casi todo el resto del mundo, que para asegurar su seguridad alimentaria tienden a proteger a sus sectores industriales. No a debilitarlos con una supuesta competencia regional que la abre al dumping. ¿Creemos que el mundo hoy funciona de acuerdo a los caprichos de algún economista austríaco muerto? ¿O acaso no observamos que grandes exportadores de trigo como India acaban de prohibir sus exportaciones?
Existen otras medidas que podrían tender a lo mismo, pero sin afectar a la industria nacional. Por ejemplo, introducir más competencia en el mercado de importación de fertilizantes. Ello ayudaría a bajar los precios y estimular una mayor producción NACIONAL de trigo, lo que aumentaría la oferta local, lo que debería ser el objetivo prioritario en esta coyuntura. Una medida más dirigista sería que el Estado ofreciera un piso al precio del trigo, reduciendo el riesgo de los productores, incentivándolos a sustituir colza o cebada por trigo en la próxima siembra.
En fin, si de liberalizar se tratara, podrían haber empezado con los productos de limpieza personal y del hogar, que seguro tienen mucho mayor incidencia en la canasta familiar que el precio de la harina. Está bien liberalizar importaciones de productos donde no hay industria nacional. Pero no se pueden cambiar reglas de juego establecidas por décadas, destinadas a proteger a la industria nacional del dumping de nuestros vecinos, con la excusa del poder adquisitivo. La cosa no pasa por allí y en Colonia y Paraguay lo saben muy bien. Pongámonos a revisar bien las exenciones de la COMAP y allí la ciudadanía podrá apreciar bien cómo es que se asignan los recursos de la sociedad.
Antonio Raimondi
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