Uruguay es uno de los veintitrés países clasificados, a nivel mundial, como “Democracias plenas”, por The Economist Intelligence Unit (y donde ocupamos el primer lugar en Latinoamérica junto a Costa Rica).
Este año se dio a conocer el Índice de Democracia para 2021, en el que Uruguay quedó en el puesto 13, dentro del espectro de “democracias plenas”, obteniendo el año pasado una puntuación de 8,85 sobre 10, lo que supone un aumento de 0,24 puntos en relación a 2020, según la Intelligence Unit (EIU), empresa hermana de la revista británica The Economist.
Los diez países con mayor puntuación del mundo son Noruega (con una nota de 9,75), Nueva Zelanda (9,37), Finlandia (9,27), Suecia (9,26), Islandia (9,18), Dinamarca (9,09), Irlanda (9,00), Taiwán (8,99), Australia (8,90) y Suiza (8,90).
El Índice de Democracia es una encuesta anual que analiza a 165 Estados independientes. El estudio se basa en cinco categorías a cada una de las cuales se le asigna un puntaje de 1 a 10, y son: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política y libertades públicas.
En el segundo ítem, donde se evalúa el funcionamiento de los gobiernos, se le pone el foco a la prolijidad de la separación de los poderes del Estado. Y es en esta medición donde creemos necesario hacer algunas reflexiones.
La Constitución Nacional, como base del ordenamiento jurídico, dispone un sistema de gobierno por medio de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. De esos tres poderes que están coordinados entre sí y tienen funciones distintas, el Poder Judicial es el único que no se elige por el voto popular.
Su función es cumplir uno de los fines primarios del Estado, como es la tutela jurídica, es decir garantizar el ejercicio de los derechos de los ciudadanos y la convivencia pacífica en el marco del derecho. Para lo cual tiene la “jurisdictio” y el “imperium” o sea decir el derecho (juris –dictio) y hacer ejecutar sus decisiones, por el medio imperativo de exigir a las autoridades el hacerlas cumplir efectivamente. Resulta paladinamente claro, entonces, que en un régimen de legalidad fundado en la división de poderes y en su forma de designación, la justicia debe quedar separada rigurosamente de la política.
En el mismo sentido, apartada de las contiendas electorales. Ha sido siempre el estilo de sus miembros integrantes el señorío, la prudencia, la contención, el recato y el cuidado de las formas en el léxico, en el vestir y en la austeridad de sus costumbres, propias de su elevado Magisterio.
Quizás en los últimos tiempos, la mayor exposición de los jueces y sus fallos, debido a una progresiva presión de los medios en hacer públicas decisiones que atañen al vivir colectivo y son noticias que interesa divulgar, es obvio que deparan en forma inexorable opiniones contrarias, de aprobación o crítica que los medios de comunicación o redes sociales hacen circular rápidamente.
Es posible que el aislamiento y el silencio que tuvo siempre la actividad judicial la pusiera al amparo de esa crítica, pero tampoco ésta ha incidido en las resoluciones, que siempre han reflejado la independencia de los jueces.
Ocurre, en cambio, y esto atañe principalmente a la justicia penal, que la reforma del Código del Proceso Penal –desacertado e inconveniente cuerpo normativo– ha desplazado inconstitucionalmente al juez como director del proceso y garantía inexcusable de cualquier procedimiento democrático. Y esto se mira con abierta desaprobación.
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