Ambos términos corresponden a dos palabras que tienen el mismo significado. Una proviene del griego, demos pueblo, y la otra del latín populus, que significa absolutamente lo mismo.
No pretendemos que la literatura política, en los tiempos que corren, se compadezca de la semántica. Ni que quienes utilizan el lenguaje -oral o escrito- para chicanas partidarias, respeten las leyes del idioma.
Y a veces hasta consideramos un hecho menor, que muchos vocablos mal utilizados, terminen ingresando o intentando ingresar, por la puerta trasera de la Academia de la lengua (RAE).
Lo que sí debería preocupar, es cuando el sistemático deslizamiento de términos ambiguos y mal usados, pretenden desmontar el soporte legal en que está cimentado el orden institucional que rige nuestra convivencia.
El uso del término populismo asume en la garganta de algunos opinólogos, la dimensión de categoría política bastarda, más o menos como cuando Aristóteles advertía que si la democracia se convertía en demagogia, perdía legitimidad.
Y se emiten juicios que pretenden anatematizar el calor popular en el manejo de la cosa pública en el presente y en el pasado. Y además con valor universal.
Usemos el artiguismo y su gesta emancipadora como pivot central de la defensa de la participación popular en las grandes causas nacionales.
El artiguismo, y toda la rebelión independentista, está enraizada en el pensamiento del cura dominico Francisco de Vitoria y el jesuita Francisco Suarez quienes en pleno renacimiento, revitalizaron el pensamiento escolástico, sobre el concepto de soberanía popular y la legitimidad de la rebelión. Una doctrina populista que resurge y se basa en el derecho de gentes, que es el que otorga al pueblo el derecho de elegir a un príncipe o deponerlo en caso de tiranía.
Para poner sólo dos ejemplos de la historia contemporánea de nuestra América de genuino fervor popular, evitando así las inevitables suspicacias que despertaría recordar cualquier de las tantas otras figuras que contaron con el crédito irrestricto del demos.
El caso de Hipólito Yrigoyen, lider popular argentino que accedió en octubre de 1916 a la presidencia de la nación, por primera vez haciendo uso del voto, obligatorio, universal y secreto, lo que abrió las puertas a las grandes mayorías nacionales.
Y otro caso el del lider ecuatoriano José María Velazco Ibarra, cinco veces electo presidente y cuatro derrocado antes de finalizar su mandato. Su repetida frase de “Dadme un balcón y gano la elección” resuena para muchos como una lápida populista.
Ambos, uno en el Atlántico sur y el otro en el Pacífico lograron una adhesión sin límites de la multitud que provoca estupor entre los simpatizantes de regímenes lo suficientemente blindados de una caparazón tecnocratica.
Giovanni Sartori, politólogo, sociólogo e investigador en ciencia política, hace unos años, visitó muestro país, donde ofreció una magistral conferencia de apoyo a su libro Homo Videns.
La tesis central de este destacado pensador florentino, recientemente fallecido, es demostrar que los medios audiovisuales, en los últimos cincuenta años, han venido destruyendo la capacidad cognoscitiva de la humanidad. Una obra que analiza la muerte paulatina del Homo Sapiens.
Pero aún denunciando esa visión pesimista, donde la pérdida sistemática de la libertad es el corolario del estrangulamiento de la mente, el agudo intelectual italiano, no claudica en el concepto de participación del populus en el manejo de la cosa pública. En reafirmar la democracia como legitimidad.
Al afirmar que “el poder es del pueblo, dice Sartori, se establece una concepción sobre las fuentes y sobre la legitimidad del poder. Para este efecto, democracia quiere decir que el poder es legítimo sólo cuando su investidura viene de abajo, sólo si emana de la voluntad popular, lo cual significa, en concreto, si es y en cuanto libremente consentido…”
“Como teoría sobre las fuentes y sobre la titularidad legitimadora del poder, reafirma el lúcido pensador,la palabra ‘democracia’ indica cuál es el sentido y la esencia de lo que pretendemos y esperamos de los ordenamientos democráticos. Decimos democracia para aludir, a grandes rasgos, a una sociedad libre, no oprimida por un poder político discrecional e incontrolable, ni dominada por una oligarquía cerrada y restringida, en la cual los gobernantes ‘respondan’ a los gobernados. Hay democracia cuando existe una sociedad abierta en la que la relación entre gobernantes y gobernados es entendida en el sentido de que el Estado está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del Estado, en la cual el gobierno existe para el pueblo y no viceversa”.
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