Bajo en el aeropuerto de Viena, relativamente antiguo pero enorme, como el de casi todos los países de Europa. Una larga autopista me conduce al centro de Viena y me alojo cerca de uno de sus famosos edificios: el Palacio de Belvedere. Viena, como todas las capitales europeas, guerras mediante, ha conservado sus construcciones históricas y no parece haberle ganado la codicia inmobiliaria que transforma a nuestras ciudades en moles de cemento de altos edificios que proyectan penumbra por doquier y transforman las ciudades en palomares.
El centro histórico de Viena nos muestra una ciudad conservada, donde alternan los grandes edificios públicos y privados. Los palacios de Belvedere Schönbrunn, Hofbrug, etcétera, alternan con una enorme cantidad de edificios de apartamentos de no más de cinco o seis pisos, en su mayoría propiedad estatal alquilados a precios módicos.
La gran capital centroeuropea, gobernada hasta 1918, durante varios siglos, por la dinastía de los Habsburgo, familiares de los Austrias españoles, que se dieron el lujo de sostener que en sus dominios, incluido el territorio de nuestro país, nunca se ponía el sol. Esta dinastía proporciona la romántica historia de Francisco José e Isabel, conocida como Sissi, que explotó el cine de hace cuatro décadas con la interpretación de Rommy Schneider y Alain Delon, que hoy reviven los museos vieneses con éxito turístico. Austria no niega su pasado y reconoce con pesar a Hitler como nativo de su tierra.
También recuerda ser el país de Sigmund Freud, cuyo aporte a la psiquiatría es objeto de intenso debate. El pasado romántico de Viena, sus historias trágicas, en definitiva las peripecias de cualquier historia humana, nos muestran una ciudad prolija, aseada, con una cómoda red de tranvías eléctricos, calles perfectamente pavimentadas, veredas transitables con comodidad, ciclovías inteligentemente diseñadas sobre las veredas, un río Danubio que la divide sin desperdicios flotando, aunque no sea azul como lo soñó Strauss, nos muestra una ciudad que nos podría servir de modelo.
En la noche y de regreso caminando a mi alojamiento, alrededor de las 19 horas, veo una imagen de Juan Pablo II, me acerco a una pequeña capilla, me asomo por sus puertas entreabiertas observando que se encuentra atestada de fieles que celebran, ya pasada la Pascua, la resurrección de Jesús. Han pasado los siglos y la fe que iluminó al Imperio austrohúngaro durante siglos sigue iluminando su actual democracia, bienestar material que no miramos con envidia, sino como meta a conquistar.
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