“Nos estamos dirigiendo hacia un mayor riesgo. Debemos hacer algo para abordar la regulación de los fondos de cobertura y especialmente de los derivados en este país, 33 billones de dólares, una cantidad sustancial de ellos en manos de los 25 bancos más grandes de este país, una suma sustancial que se intercambia en cuentas propias de esos bancos. Ese tipo de riesgo que se cierne sobre las instituciones financieras de este país, un día, con un estruendo, despertará a todo el mundo”. Las campanas de alerta que hizo sonar el senador demócrata Byron Dorgan en 1999 no fueron obviamente escuchadas. Ese año, el Congreso de Estados Unidos había votado la derogación de la Ley Glass-Steagall, la cual consagraba la separación de las actividades de banca comercial y de inversión. Con esto, la banca logró cruzar el Rubicón. Menos de diez años después, las consecuencias se harían sentir con una crisis financiera global que arrasó con ahorros y trabajos en todos los rincones del mundo, dando impulso a un proceso de concentración de riqueza que hoy amenaza con la propia estabilidad de las democracias occidentales.
La causa principal de la crisis fue que, en la búsqueda de mayores retornos y con la complicidad de políticos y reguladores, los bancos decidieron otorgar préstamos en segmentos de altísimo riesgo, de allí la denominación de “sub-prime” a la crisis que se desató luego de la quiebra de Lehman Brothers. Elliot Spitzer, fiscal general de Nueva York entre 1999 y 2006, fue uno de los pocos que en el momento justo se animó a hacer frente a las turbias prácticas de los bancos, que a todos los efectos se habían hecho dueños de Roma. Su osadía le valió el mote de “Sheriff de Wall Street”, pero años más tarde también le permitió ocupar el sillón de gobernador del estado de Nueva York. Para sorpresa de pocos, duró menos de dos años en el puesto, gracias a una muy “oportuna” investigación sobre vínculos con la prostitución. De allí en más, a ningún otro fiscal se le ocurriría perseguir a los “grandes felinos” de Wall Street, convirtiendo de hecho al sistema regulatorio en un albergue de gatitos domésticos. Para cuando sobrevino la crisis de 2008, Spitzer ya estaba convenientemente destituido y ocupado en defenderse de las causas que habían levantado en su contra.
Pero, si los bancos veían rentabilidad en el negocio subprime, esto no significaba que estuvieran dispuestos a cargar con los riesgos asociados. Por el contrario, lograron diseñar un complejo sistema de “originación y descarga” que les permitió quedarse con gran parte del margen de ganancia y, al menos en un principio, descargar los riesgos hacia terceros, distribuyéndolo entre los patrimonios de cientos de millones de familias. Una parte sustancial de estos riesgos quedó en manos de trusts que, aunque nominalmente independientes de sus bancos originadores, gozaban de algún grado de recurso explícito o implícito contra estos últimos. O bien porque los mismos bancos terminaron financiando gran parte del costo de adquisición de estos títulos, o bien porque estos últimos eran garantizados parcialmente por los bancos originadores. Sea como fuera, cuando llegó el momento de la verdad y quedó en evidencia que la gran mayoría de los créditos eran incobrables, los pasivos de ese sistema financiero “en las sombras” retornaron a los bancos como un bumerang. Fatalmente, para ese momento ya no había mucho más para hacer, y ese sistema creado ante la manifiesta indiferencia de los reguladores terminó derrumbándose, obligando al gobierno de Estados Unidos a un rescate que pagan las clases medias de todo el mundo hasta el día de hoy. A la base de este mecanismo se encontraban los créditos subprime destinados a tomadores con limitada capacidad de repago y dispuestos a pagar altísimas tasas de interés. Pero “estructurando” estos títulos del modo adecuado y descargándolos en balances sujetos a menores o ninguna regulación, por un tiempo pareció que el sistema financiero había descubierto la fuente de la juventud…
Es importante destacar que la experiencia de la crisis financiera del 2008 en Estados Unidos se repite a lo largo de la historia, en diferentes épocas y países. Ningún sistema financiero está exento de problemas, por lo que la mejor línea de defensa ante una crisis es una supervisión dinámica, más atenta a los problemas del futuro que a los que acontecieron en el pasado. Si nuestra crisis bancaria del 2002 tuvo en su origen una sobreexposición de los bancos locales al riesgo argentino, hoy día ese está lejos de ser un riesgo material. Prueba de ello es que Uruguay mantiene un sistema financiero muy sólido a pesar de una crisis argentina que se extiende por años. Pero que Argentina no nos haya contaminado esta vez no quiere decir que los riesgos no vengan empaquetados de otra forma. Es por tal motivo que debemos ver el problema del sobrendeudamiento familiar desde una óptica más amplia, individualizando sus posibles efectos sobre el resto del sistema.
Gracias al proyecto presentado por Cabildo Abierto, esta preocupante situación ha ganado notoriedad, lo que constituye un buen punto de partida para empezar a evaluar soluciones alternativas. De este modo es que nos hemos enterado de que hay un millón de uruguayos en el clearing, de los cuales más de 600 mil son considerados irrecuperables. A esto hay que agregar que más de un cuarto de la masa salarial de los uruguayos va a pagar intereses de créditos al consumo, en la mayoría de los casos a tasas que un país “normal” consideraría usurarias. ¿En qué cabeza puede caber que estos préstamos “subprime” a la uruguaya sean sostenibles? ¿Este es el crédito que algunos jerarcas desean “proteger”? ¿Por qué recibe esto tan poca cobertura del periodismo “investigativo”? Esto es decididamente más grande que el gasto en la tarjeta de crédito de Sendic.
Lo cierto es que el total de créditos al consumo registrados por el BCU ronda los US$ 5 mil millones. Si a esto agregamos que hoy día, a diferencia de antaño, el supervisor permite que los bancos presten a sus colaterales de préstamos al consumo, la exposición del sistema al segmento consumo podría ser aún mayor. Por otro lado, el patrimonio global del sistema bancario ronda los US$ 4 mil millones, lo que sirve de señal de que este no es un tema como para que sigamos mirando hacia el costado. En función de esto, lo absolutamente cierto es que un supervisor bancario que no se tome el tema del endeudamiento como prioritario podría llevarnos por un camino desafortunadamente ya recorrido. Este último es solo un motivo prudencial más para encarar sin dilaciones el problema del endeudamiento familiar.
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