La psicología ha estudiado desde mucho tiempo atrás los miedos más profundos de las personas: la muerte, la enfermedad y la pobreza. Todos ellos implican pérdidas. Es sabido que toda pérdida es causante de estados de ánimo negativos, tal vez hasta límites extremos, como situaciones depresivas que pueden llegar a hacerse crónicas e incluso a derivar en el desarrollo de enfermedades mortales o posiblemente mortales (diabetes, cáncer, enfermedades autoinmunes, etcétera) hasta el suicidio. Si el deprimido no recibe la ayuda necesaria, cualquier cosa muy desagradable puede ocurrir. Lo más dramático es que muchas veces el deprimido no busca apoyo porque la desesperanza es tan intensa que lo paraliza.
El sistema implementado en las casas bancarias de casi todo el mundo está diseñado con el fin de generar deudores; estos son más rentables que los buenos pagadores. El buen pagador cumple porque puede hacerlo, pero el mal pagador que no cumple porque no puede se convierte en una fuente, si no presente potencialmente a futuro, de ingresos seguros. Se quedará sin ninguna de sus posesiones que, con sacrificios o por simple derecho natural, tuvo. Incluso se lo suprimirá del mercado embargando hasta su nombre, paralizándolo para operar, salvo con billetes contantes y sonantes.
Las personas atrapadas en endeudamientos sin salida, en verdad, son víctimas. Están vulneradas por la injusticia del sistema que despersonaliza y cosifica al ser humano. Tal sistema se ha dirigido a despojar de bienes a quienes más pueda, que son aquellos que no poseen suficientes recursos como para prescindir de préstamos. Cuando estos se vuelven imposibles de pagar por su condición de usurarios, más los imprevistos de la vida (un fallecimiento, una enfermedad, un divorcio, una pérdida de empleo y demás), no hay ninguna compasión que facilite cómo afrontar la deuda adquirida; por el contrario, las casas bancarias hacen leña del árbol caído, ofreciendo financiamientos que entrampan. Una persona y familias enteras en esta situación se ven en la obligación de imponer grandes recortes a su vida individual y del grupo familiar; esto puede abarcar desde el cambio de centro educativo de los hijos hasta la baja en la calidad alimenticia –sin importar la edad de los menores–, carencias de atención de la salud, telefonía, combustibles sean para automotores hasta para la calefacción del hogar, y un sinnúmero más de graves pérdidas. La angustia se apodera de una persona o de una familia entera.
Cabe destacar, por ejemplo, las heridas emocionales que tiene en la persona la pérdida del techo, de su casa, que constituye una de las mayores amenazas…
El impacto deprimente ante tantas pérdidas es inevitable. Y aún más grave, si es posible, es la persecución de los acreedores hacia sus deudores ya que no paran de amenazar con más y más acciones legales. No existe el perdón. En Uruguay las deudas se heredan y no prescriben.
Cuando alguien comete suicidio en medio de una situación así y es juzgado por el entorno, se comete una injusticia. Entendámonos: el suicidio es un acto terrible en sí mismo, aunque siempre realizado bajo estados alienados, esclavizada la persona por vivencias de terror, pánico y desesperanza. El suicida no es que no quiera vivir más –salvo excepciones que no vienen al caso– sino que no quiere vivir bajo esas condiciones. No es capaz de ver la luz al final del túnel; siente que está muerto en vida.
La ley se halla en un gran debe en Uruguay porque no crea mecanismos que defiendan a los ciudadanos de a pie, ni tampoco ofrece soluciones alternativas ante este gran mal.
¿Hasta cuándo seguiremos lamentándonos sin poder hacer nada?
* Psicóloga
TE PUEDE INTERESAR: