Los sistemas democráticos de gobierno basados en partidos que supuestamente representan ideales e intereses distintos –y en general contrapuestos– divide más de lo que une, pues mantiene a la sociedad en un permanente enfrentamiento, funcional a la dialéctica marxista.
Si bien pueden existir sistemas democráticos mejores –no partidocráticos–, no vale la pena ahondar en el tema porque, aunque propusiéramos el mejor sistema posible, los que deciden los cambios de sistema están muy cómodamente apoltronados en sus sillones… Lo que sí llama la atención es que mientras la izquierda está orgullosa de su identidad, la derecha –o mejor, la “no izquierda”– parece tener una suerte de “disforia ideológica”.
Nuestro sistema democrático fue, desde 1836 hasta 2005, bipartidista. Tras el triunfo del Frente Amplio, el panorama cambió: el Partido Colorado –y sobre todo el batllismo– implosionó, pues buena parte de su electorado se fue a votar a la izquierda. Y el Partido Nacional, si bien se repuso de la derrota sufrida en 1999, tampoco logró ganar la elección: el país aún estaba sufriendo los coletazos de la crisis de 2002, lo cual fue capitalizado por la izquierda.
A partir de ahí, las estrategias electorales de blancos y colorados –la “derecha”, para la izquierda– fueron variables, pero sistemáticamente procuraron no identificarse con posiciones típicas de la “derecha”, salvo en cuestiones económicas. Se autoperciben “de centro”. Y si bien ambos partidos siempre tuvieron un ala “de izquierda” y un ala “de derecha”, sus dirigentes siempre evitaron esas etiquetas.
Sobre todo, quienes en su momento dieron la batalla contra la “dictadura”, una vez terminada esta, nunca quisieron identificarse con el término “derecha”. Siempre hicieron lo posible y lo imposible por desmarcarse, haciendo todas las concesiones posibles para parecer cercanos al ciudadano de izquierda. Siempre que les fue posible –siempre que no afectó las convicciones más profundas o los intereses de sus dirigentes– apostaron a barrer con las dos palas: con la “derecha”, cuyos votos siempre creyeron tener asegurados, y con la “izquierda”, cuyos votos siempre les ilusionó captar.
En suma, la derecha ha tenido siempre tanto miedo de ser tildada de ultraderecha por la izquierda, que al final del día ha terminado actuando sistemáticamente como una centroizquierda. Y encima, sin tener en cuenta un dato elemental: si hay algo que los orientales no perdonan es la falta de autenticidad. Lo paradójico –y quizá tragicómico– del caso es que como la izquierda carece de complejos, después de ganar las elecciones hasta se puede dar el lujo de nombrar un ministro de Economía que parece más “de derecha” que “de izquierda”.
Por supuesto, salvo raras excepciones –como Zabalza y alguno más– la inmensa mayoría de nuestros políticos de izquierda vota con la izquierda y cobra el sueldo con la derecha. Viven al sur de Av. Italia, mandan a sus hijos a colegios privados y con frecuencia toman decisiones que colocan a los gobernantes “de derecha” en la “centro izquierda”.
¿Hasta cuándo durará el complejo? ¿Hasta cuándo seguirá esa autopercepción, esa “zurdopatía congénita” afectando a la “derecha”? ¿No se dan cuenta –al mirar hacia Argentina, Estados Unidos y otros países– que la Coalición Republicana perdió por inauténtica, por calculadora, por timorata y por cobarde en sus decisiones de gobierno?
¿Por qué hoy cuesta tanto “ser uno mismo” cuando no se es de izquierda y es tan fácil serlo cuando se es progresista? El mayor triunfo de la izquierda ha sido lograr que la derecha se avergüence de sí misma: que muchos de sus dirigentes sientan que están “en el partido equivocado”. Tienen ideas de derecha, pero les encanta hacer propuestas de izquierda para que la gente los aplauda. Lástima que no los votan. Ni los de izquierda –entre la copia y el original, la gente prefiere el original– ni aquellos “votos seguros” que creían que los iban a votar hicieran lo que hicieran…
Por eso, a nuestro juicio, mientras la “derecha” siga siendo víctima de esa “disforia ideológica” que padece, el poder seguirá en manos de la izquierda. Y por eso, no es una opción volver a ensayar en 2029 con los mismos que acaban de dejar el gobierno: es necesaria una nueva generación de dirigentes sin miedo al qué dirán, comprometidos con nuestra soberanía y contrarios al globalismo. Mas no solo en el discurso: también –¡y sobre todo!– en la acción.
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