El domingo 7 de mayo de 1989 amaneció soleado en Berlín. Ese día se llevaban a cabo las “elecciones” municipales en el lado oriental de una ciudad fracturada por un muro durante más de 27 años. Las reglas de juego eran bien conocidas para los ciudadanos de la Alemania comunista. Todos debían concurrir a votar en el circuito designado y ensobrar la lista de candidatos del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED por sus siglas en alemán). Aquellos que por si acaso olvidaban concurrir a votar, recibían un recordatorio de la Stasi.
Los resultados fueron anunciados esa misma noche y la lista presentada por el SED resultó victoriosa con el 99,85% de los votos. Pero esa noche las cosas empezaron a cambiar cuando activistas de la oposición se animaron a protestar por primera vez contra un fraude electoral que se extendía por décadas. Para noviembre el muro ya se había derrumbado y el régimen comunista aceleraba la pendiente descendente hacia su colapso político, moral y material.
Del otro lado del Atlántico, pocos meses antes, en un referéndum llevado a cabo el 16 de abril de 1989, la ciudadanía uruguaya se había expresado a favor de una Ley de Caducidad que había sido aprobada por el Parlamento en 1986, un año después de la Ley de Amnistía.
Hoy han transcurrido más de treinta años desde aquella fecha y resulta difícil para los que no vivieron los hechos comprender qué buscaban el gobierno y el soberano con esas dos leyes. En aquel momento se respiraba optimismo y se intentaban enterrar las divisiones que -además del enorme costo humano, social y económico para nuestro país- habían permitido la entrada de poderosas influencias extranjeras en una parte no menor del sistema político nacional.
En efecto, al mismo tiempo que la tiranía comunista quedaba expuesta a los ojos de todo el mundo, el pueblo uruguayo daba una señal más de madurez, intentando dejar atrás las heridas del pasado y reconstruir su futuro. Por un tiempo, los exmandatados por el Partido Comunista de la URSS debieron enfocar sus esfuerzos a rearmar su perimido discurso antidemocrático y una doctrina que había fracasado en todas partes del mundo, no sin antes dejar un baño de sangre por donde se hizo presente.
Quince años después el Frente Amplio logró reacomodarse, y en una versión edulcorada de socialismo mal llamada “progresismo”, accedieron al gobierno por primera vez desde su fundación. No dudaron para ello en ir a Washington y besar el anillo del FMI, la misma institución que habían combatido durante décadas. Con este y otros gestos superficiales, lograron además el apoyo de importantes intereses económicos, los cuales resultaron exorbitantemente beneficiados por las políticas y prácticas del ministro Astori y sus “astoritos”.
Con suma habilidad, la política económica del Frente Amplio terminó por confundir a propios y ajenos. Por un lado, se respetaron los compromisos externos y se honró el compromiso con Botnia para construir la primera planta de celulosa, lo que permitió que los defensores del liberalismo y el libre mercado bajaran la guardia. Pero por otro lado permitió prácticas oligopólicas por parte de importantes sectores de la economía, con beneficios extraordinarios a sectores reducidos a expensas de la población en general. Si estos grupos eran extranjeros, aún mejor para el ministro Astori y su conciliábulo. La firma de acuerdos secretos con empresas extranjeras fue siendo aceptado por la ciudadanía como algo natural, de la misma manera que no llamó demasiado la atención que los teléfonos fueran monitoreados por el Ministerio del Interior sin conocimiento del Poder Judicial.
Esto ocurría mientras desde tiendas de la fuerza de gobierno sus referentes se regodeaban defendiendo la democracia, la transparencia, las instituciones, la república, y toda una serie de conceptos que, expresados por algunos personajes, permiten al menos esbozar una sonrisa.
En estos días, la capacidad de asombro no tiene límites. Los ciudadanos ya se encontraban habituados a una inseguridad que parecía no preocupar a los gobiernos anteriores, más preocupados por los derechos de los delincuentes. Pero la semana pasada se supo que vecinos de un barrio de Montevideo recibieron amenazas para que no concurrieran a un acto político organizado por la candidata de la coalición multicolor, la economista Laura Raffo.
¿Será que de vuelta tenemos ciudadanos de tipo A y tipo B, unos con derecho a votar libremente y otros que no lo tienen? Si es así, ¿quién está decidiendo a quién votar? ¿Son organizaciones nacionales o extranjeras? ¿Son de naturaleza política o delictiva?
Esperemos que los defensores del “cuanto peor mejor” no estén apostando a que todo empiece como terminó la última vez. Todos hablamos de democracia, pero evidentemente coexisten en el sistema político dos conceptos muy diferentes de democracia. Esperemos que muchos de aquellos que en el pasado abrazaron el comunismo, hayan finalmente comprendido –y aceptado- que la República Democrática Alemana era una democracia solo de nombre.
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