En agosto de 2017, en el ápice de su prestigio e influencia, Jaime Durán Barba, el gurú político del presidente Mauricio Macri, ofreció una entrevista a El País de Madrid. Luego de explicar de forma algo ostentosa la receta del “éxito”, aclaró que el gran riesgo para Macri era lo que el propio asesor catalogó de “un fracaso económico serio”, aceptando por un lado que había “mucha gente que estaba pasando mal”, pero por otro restándole importancia electoral, ya que “lo que sustenta al macrismo es la esperanza”.
En mayo del año siguiente, Macri anunciaba sorpresivamente un acuerdo con el FMI en un intento de controlar el embrollo armado por el Banco Central, que había acumulado una cifra impresionante de pasivos en pesos remunerados. Como consecuencia de las dificultades para renovar los vencimientos, los pesos se iban al mercado de dólares y habían provocado una disparada en su cotización. Ante la inoperancia de su equipo económico, Macri se vio entre la espada y la pared. Sin otras alternativas a la vista, llamó al FMI, hizo un acuerdo y con ello selló su salida del gobierno en las elecciones de 2019.
Lo ocurrido a Macri es una gran lección de economía política en democracia. La primera es que no hay marketing político posible que permita ocultar los efectos de una mala situación económica sobre la población. La gente no es estúpida, como a menudo parecería que creen algunos malos políticos. La segunda, es que de situaciones económicas complejas no se emerge ni con fórmulas académicas ni con “reglas” fijas. La incertidumbre política que deriva de una crisis económica demanda liderazgo por parte del sistema político para conducir a la población por el camino correcto, evitando a toda costa esa ruta hacia la autodestrucción en la que parecería haberse embarcado el país vecino. En efecto, no hay nada que debilite más un liderazgo que quedar preso de formulismos diseñados por burocracias y tecnócratas que nunca se verán en la posición de enfrentar a una población enardecida por la carestía.
La campaña electoral de 1992 en Estados Unidos fue otro ejemplo emblemático. El presidente George G. Bush acababa de emerger como el vencedor de la Guerra Fría, mientras que en el otro extremo la Unión Soviética se disolvía y muchos países que la integraban caían en un espiral de degradación. Sin embargo, un novato político del sur profundo le terminó arrebatando la elección por haber comprendido mejor a la ciudadanía norteamericana. Bill Clinton les hablaba de economía en un momento en que la economía se encontraba en recesión y la preocupación de la gente era el desempleo, más allá del alivio que producía saber que el enemigo existencial se había desarticulado económica y socialmente. Fue James Carville, asesor de Clinton, quien en 1992 le dijo al futuro presidente de Estados Unidos: “Es la economía, estúpido”.
Georges Clemenceau, primer ministro francés sobre el final de la Gran Guerra, manifestó: “La guerra es un asunto demasiado serio para dejarla en manos de militares”.
Lo mismo podríamos decir hoy sobre la economía. Es un tema demasiado complejo como para que quede en manos de economistas.
Por algo antes se hablaba de economía política, evidentemente cuando la ciencia económica todavía no había sido capturada ideológicamente por el dogma neoliberal.
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