La buena educación, es clave para el desarrollo de las personas y para la convivencia de los pueblos. Muchos colegios y las universidades compiten por captar alumnos ofreciendo programas cada vez más orientados a “asegurarles un futuro” a sus egresados, entendiendo por tal, unos buenos ingresos. Quizá sea necesario detenernos a pensar qué es, en realidad, educar, a quiénes estamos educando y para qué. Porque sigue siendo cierto que “no sólo de pan vive el hombre”…
La educación clásica
Educar proviene del latín “educere”, que significa sacar de adentro, ayudar a descubrir las habilidades y potencialidades que el alumno tiene dentro de sí, y sacarlas a la luz. Además de brindar meros conocimientos, los educadores clásicos procuraban entrenar la inteligencia y la voluntad de sus alumnos. La inteligencia, para que pudieran entender la realidad y conocer la verdad de las cosas; y la voluntad, para que fueran capaces de buscar y amar las verdades conocidas, y hacer el bien. En definitiva, la auténtica educación tiene como fin último, enseñar a vivir una vida virtuosa, que sea capaz de contribuir al orden y al bien común de la sociedad.
Esta educación se basaba en las siete artes liberales clásicas (gramática, retórica y lógica –el Trivium-; aritmética, geometría, astronomía y música –el Quadrivium-), que equivalían al liceo y bachillerato actual. Recién después de haber aprendido a escribir y a argumentar bien, después de haber desarrollado la memoria y la imaginación con la poesía y la música, después de haber observado las estrellas, accedían a los estudios que hoy llamaríamos “de nivel terciario”: medicina, leyes, filosofía, teología.
Este modelo brindaba a los alumnos una educación personalizada, en la que se forjaba un vínculo de confianza muy fuerte entre maestros y alumnos. Quizá los estudiantes no salían de las universidades con una notable especialización, como ocurre ahora, pero egresaban con una sólida educación humanística, que les permitía entender el mundo que les rodeaba, y pensar por sí mismos.
Desafíos para el presente
La rebeldía en la adolescencia, es tan común como la inocencia en la infancia. Por tanto, si los adolescentes de hoy son tan rebeldes como los de hace cinco, diez o veinte siglos, el problema de la educación debe estar en los adultos. En la educación en casa y en la educación formal.
La educación formal, bien podría plantearse como objetivo fundamental, formar ciudadanos que sean capaces de amar la verdad, el bien y la belleza, para lo cual sería muy atinado enseñarles más poesía, literatura, gramática, música, filosofía, religión… Ya en la universidad o en la escuela técnica tendrán tiempo de aprender a ganarse el pan.
Si los adolescentes logran descubrir el sentido de sus vidas, será más fácil ayudarles –ejemplo mediante- a descubrir el valor de la generosidad, de la sinceridad, del orden, de la responsabilidad, de la laboriosidad, de la paciencia… Pero que los adolescentes lleguen a poseer estas virtudes, depende en gran parte de lo que aprendan en casa.
Y en casa, la cosa es más complicada. El ritmo de vida de los padres normalmente es estresante, como consecuencia de un sistema donde los gastos son crecientes y los ingresos menguantes; y para peor, en un mercado de trabajo donde la inestabilidad laboral es la norma. El tiempo que los padres pueden dedicar a sus hijos, normalmente es poco, y con frecuencia, de mala calidad. Cuesta bajar la cortina al llegar a casa y desligarse del negocio para disfrutar con los hijos de un rato de ocio. Para contemplar juntos la belleza de la Creación, para levantar juntos la vista a un cielo estrellado, o para admirar juntos la sencillez de una planta que crece en una maceta. Lo importante es encontrar alguna excusa para hablar.
¿De qué? De grandes ideales que les den sentido a sus vidas. La rebeldía de la adolescencia, tiene como contrapartida positiva su noble –aunque con frecuencia confuso- idealismo. Pero como nadie puede dar lo que no tiene, si el único ideal que los padres pueden dar a sus hijos es un patético nihilismo, o a lo sumo, una mísera idolatría por el dios dinero, no podemos culpar luego a los adolescentes de su conducta… o de su inconducta.
La buena noticia, es que los problemas de la educación tienen solución. Pero esa solución, como habitualmente sucede, no depende sólo de terceros: buena parte de ella, está nuestras propias manos.
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