Seguramente una mínima parte de la población mundial puede decir que el 2020 es un buen año. No faltan desde luego los que recibieron a un nuevo integrante en su familia, los que se enamoraron, los que obtuvieron su primer trabajo o completaron sus estudios. Incluso los que merced a su actividad económica pudieron obtener alguna ventaja y tener un margen de prosperidad en medio de la recesión generalizada.
Sin embargo, el impacto social y económico de la pandemia es de tal magnitud, que todos, en mayor o menor medida, hemos perdido espacio de libertad y sufrimos el deterioro de las condiciones materiales de nuestro entorno, ya sea familiar o comunitario.
Sumado a ello, una agobiante sensación de vulnerabilidad se manifiesta casi ineludible frente a la acción inmisericorde de la naturaleza. De golpe y porrazo, el hiperconectado y modernísimo planeta no solo no previó tal evento, sino que tampoco encontró mejor opción que el confinamiento y el distanciamiento como respuestas a la expansión del virus.
Ya no se habla ni de Greta Thunberg ni del general Soleimani, que acapararon la atención internacional en las primeras semanas de este año. No fue ni el cambio climático ni la guerra nuclear total. Un microscópico elemento fue el responsable de dar vuelta una página de la era en que vivimos.
Es difícil imaginar que las cosas serán iguales que antes. La vida sigue con sus alegrías y tristezas, con sus milagros y catástrofes, pero es probable que se replanteen varios aspectos que hacen al relacionamiento humano, a las formas de viajar, de trabajar y de estudiar.
Ciertamente puede discutirse, con fundamento y base estadística, acerca de la real incidencia y gravedad que supone esta pandemia si se compara con otros virus y flagelos de la sociedad. En cualquier caso, la irrupción del coronavirus debería abrir los ojos acerca de esas otras “plagas” que a diario se cobran la vida de muchas personas.
Para los medios de comunicación y la prensa, esta es también una importante lección. Se demostró que los científicos también pueden ser noticia y generar interés en la población. ¿Cuántos otros sujetos de la sociedad también merecen su espacio masivo de comunicación? ¿Tendrán algo para decir las maestras, los religiosos o los granjeros? Factiblemente tienen varios mensajes que contribuyen a mejorar la convivencia y no solo ser noticia por reclamos salariales o circunstanciales polémicas disgregadoras.
En Uruguay, el control sanitario de la pandemia se convirtió en la primera gran prueba del nuevo gobierno. El presidente Lacalle Pou tuvo que hacer a un lado el plan previsto para los primeros cien días y rápidamente se puso a la cabeza de los esfuerzos en la lucha contra el coronavirus.
Contó para ello con un gabinete multicolor comprometido en cada una de las áreas. Y, muy especialmente, con el profesionalismo del ministro de Salud Pública, Daniel Salinas, que se erigió como pilar de un equipo brillante de especialistas que aportaron su conocimiento y dedicación a lo largo de extenuantes jornadas de trabajo.
La ciudadanía también estuvo, salvo muy puntuales excepciones, a la altura del desafío. Primó la solidaridad y el sentido común. Su reflejo estuvo en el propio Parlamento que aprobó iniciativas necesarias en cada momento. Indudablemente lo más destacable es que la solución fue a medida de los uruguayos, sin desoír ni tampoco subordinarse a los dictados de algunas burocracias internacionales.
Ese es el verdadero nacionalismo y no la caricatura chauvinista que algunos se empeñan hacer. Nacionalismo es tirar juntos para adelante, colaborando con los países hermanos de la región, intercambiando experiencias con el resto del mundo y poniendo las capacidades de nuestra gente al servicio de un mejor país.