Parecería que todo va volviendo a la normalidad. Lentamente, empiezan a quedar de lado los tapabocas, el alcohol en gel y el saludo con el puño. Estamos volviendo a vernos los rostros, a abrazarnos, a estrecharnos las manos.
Antiguamente, cuando la palabra empeñada valía más que la firma de 100 escribanos, los negocios se cerraban con un apretón de manos. Ese era el sello de cualquier trato entre hombres de bien. Buena costumbre y mejor tradición, y es muy bueno recuperarlo.
Pero el mundo evolucionó, las ciudades crecieron y los hombres pasaron a tratar con gente a la que no conocían y a la que no volverían a ver jamás luego de cerrar un negocio concreto. Aparecieron entonces instrumentos legales que permitieron transformar la confianza, en certezas. ¿Certezas de qué? De cumplimiento de los compromisos asumidos, del cobro de los montos acordados, etc.
Con el tiempo, el oro y la plata fueron sustituidos por el papel moneda, y este por las tarjetas de crédito o débito. Recientemente aparecieron los “bitcoins”, y quién sabe cuántos otros artilugios económico-financieros nos esperan en un futuro donde todo estará cada vez más registrado, fiscalizado y controlado.
Casi no hay información o movimiento que no quede asentado. Queda registro de nuestras compras, de nuestras ventas, de nuestros ahorros, de nuestros traslados. A través de los algoritmos, los dispositivos electrónicos registran incluso nuestras preferencias. A veces, parecería que hasta nuestros pensamientos…
Los avances logrados en tecnología parecen ser directamente proporcionales a los retrocesos sufridos en humanidad. Nos dicen que cada vez somos más libres, pero cada vez estamos más controlados. Somos más ricos en confort, pero más pobres en afectos. Cada vez tenemos más bienes, pero cada vez nos sentimos más vacíos…
Además, aunque el hombre moderno dice no creer en la verdad, si se le apura, hará afirmaciones contundentes, categóricas y buscará, aunque no lo reconozca, seguridades, certezas, confiabilidad. Tanto al establecer una relación como al concretar un negocio.
Otro signo de estos tiempos es que los hombres nos hemos vuelto más individualistas, más lejanos unos de otros, menos necesitados –en teoría– del relacionamiento y del intercambio personal y comunitario con otros hombres para conseguir lo que necesitamos. Hemos ido depositando nuestra confianza cada vez más en los contratos, en los papeles, y menos en nuestro prójimo. Lo cual tiene su lógica, porque al vivir en comunidades tan grandes, casi no nos conocemos… ¿y quién puede confiar en aquellos a los que no conoce?
Nadie conoce a nadie… salvo el Estado y los algoritmos, que nos conocen a todos. Esa obsesión por el control de las masas de quienes gobiernan el mundo, se ha vuelto tan descarada con la “plandemia”, que ha llevado a muchos ciudadanos de a pie a una suerte de rebelión: a desconectarse de los dispositivos electrónicos y de las redes sociales; a procurar vivir una vida más tranquila, menos estresante, de dimensiones más humanas; a fortalecer sus vínculos personales con vecinos y amigos; a buscar una vida más autosuficiente, menos dependiente del mercado; incluso, a cambiar algunas transacciones en efectivo por el viejo y querido trueque. Trueque que el “Gran Hermano” –al menos por el momento– es incapaz de registrar.
El modo vida de las pequeñas comunidades exige una mayor responsabilidad y buen conocimiento personal, los dos pilares sobre los que se asienta la confianza. Para convivir exitosamente con nuestros vecinos es imprescindible una educación más humana… y si me apuran, más cristiana.
De lo que se trata, si no queremos vivir como robots, es de recuperar las viejas y buenas costumbres de siempre. Las buenas costumbres de aquella civilización en la que había tiempo para conversar con los vecinos, para sentarse a leer el diario, para almorzar o cenar en familia con una mesa bien puesta. Las buenas costumbres de aquella civilización que los domingos iba a la iglesia en familia. Las buenas costumbres de aquellas familias que, porque iban a la iglesia y recibían los sacramentos, se responsabilizaban de sus actos, conocían a sus vecinos y confiaban en ellos. Las buenas costumbres de aquella civilización –no tan lejana– en la que los tratos se cerraban con un fuerte y confiado apretón de manos.
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