Decía José Martí que “hay tres cosas que cada persona debería hacer durante su vida: plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro”. Una sentencia sobre la que vale la pena reflexionar.
Similitudes
El árbol, el hijo y el libro son realidades que, en un momento determinado, empiezan a existir. El árbol, que nace lentamente de una semilla, crece mejor si recibe los cuidados necesarios. El hijo, que nace de la unión amorosa de sus padres, también se desarrolla con mayor vigor cuando sus propios padres, además de darle alimento y abrigo, lo acunan con amor. Y el libro, que nace de la imaginación o la sabiduría de su autor, también llega a ser mejor cuando durante su redacción se pone esa dosis de amor, típica de los grandes genios.
El árbol, el hijo y el libro requieren, con frecuencia, intervenciones varias. Al árbol hay que podarlo, hay que sacarle ramas que nada aportan, para fortalecer aquellas que van rumbo al cielo. Con el hijo pasa algo parecido: hay que corregir sus malos comportamientos y ayudarlo a adquirir las virtudes necesarias para que, al final de su vida, también pueda llegar al Cielo. Y con el libro no es muy distinto: un escritor que se precie de tal, para obtener un texto digno de leerse, deberá corregir muchas veces el original, tachando, agregando, borrando, cortando, agregando y cambiando de lugar palabras, ideas y párrafos enteros. Un buen libro, escrito con amor y por amor, también puede llevar muchas almas al Cielo. Con mayúscula.
El árbol, el hijo y el libro también necesitan ser cuidados, de las malas hierbas, de las malas amistades y de las malas ideas. El forestador debe matar las malezas para que el árbol tenga más nutrientes y más agua disponible para su desarrollo. Los padres deben cuidar las amistades de sus hijos, para que aprovechen mejor las enseñanzas recibidas en el hogar paterno. Y el escritor debe tener cuidado de que su escritura no sea tan árida como un desierto, ni una maraña de ideas, frases y palabras mal redactadas, que impidan el aprovechamiento de una buena lectura.
El denominador común
Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro requiere trabajo, esfuerzo y dedicación: para que crezcan, se desarrollen y den fruto. Plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro son cosas que dejan huella en nuestro paso por la tierra; nos llevan a trascender nuestra propia existencia. Ese es su denominador común.
Elton Trueblood, capellán de la Universidad de Harvard, dijo en una ocasión que “quien planta árboles bajo cuya sombra sabe que nunca se va a sentar, ha comprendido el verdadero sentido de la vida”. Algo similar se podría decir del patriarca de una familia, a cuyos tataranietos nunca va a conocer, o del escritor, que nunca llegará a saber cuánto impactaron sus reflexiones en las almas de sus lectores. La vida tiene sentido si, mientras vivimos, intentamos dejar un mundo mejor para quienes vendrán detrás.
La humanidad se encuentra hoy en una encrucijada, en la que son muy necesarios los plantadores de árboles, los escritores de libros y los matrimonios con hijos.
Los árboles son necesarios porque, a pesar de que las pantallas van ganando terreno, los escritores siguen necesitando celulosa para publicar, y los padres, madera para hacer las cunas de sus hijos… ¡y buenas fogatas para reunir la familia alrededor!
Los libros, porque los padres y los hijos necesitan buenas historias para leer y así cultivar su intelecto.
Y los hijos, porque este mundo necesita hombres y mujeres que, con buena educación y mejor cultura, transmitan al futuro los valores que hoy tantos van olvidando.
Sentido de trascendencia
La misión de las familias de hoy se parece mucho a la que cumplieron los monjes de la Edad Media, cuando en el silencio de sus monasterios rescataron de las incursiones de los bárbaros, el imponente legado cultural de la Antigüedad clásica. Aquellos monjes copistas, con paciencia y esfuerzo, fueron el canal que transmitió a la posteridad, sabiduría griega y el derecho romano. Si hay un ejemplo en la historia de sentido de trascendencia, es precisamente, el de esos monjes anónimos.
Las familias de hoy están llamadas trascender, sin ruido ni escándalo, legando a sus hijos lo que queda de la cultura clásica, fundada en la naturaleza humana. A nuestro juicio, transmitir ese legado es la única alternativa sensata para rescatar a la humanidad de su autodestrucción.
TE PUEDE INTERESAR